Detrás de la puerta, esto

Detrás de la puerta, esto
Procuro que mi blog sea agradable como lo es un buen vino para quién sepa de cepas; como un buen tabaco para aquellos que, como Hemingway, apreciaban un buen libro, un buen vino, un buen ron y un buen puro. Es todo mi intento para cuando abra esta puerta (Foto: Fotolia.com).

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domingo, 20 de enero de 2008

La generación separada

Esta tarde,cuando los reflectores de la plaza empiezan a alumbrar, el frio vuelve a hacerse sentir. Aquí, en esta plaza del barrio Ciudad de los Angeles, de Madrid, pese a la baja temperatura, los jovenes paraguayos animan sus habituales jornadas futbolísticas ante un puñado de otros, hombres y mujeres, del mismo país sudamericano. Serían como setenta.
Al invierno madrileño ya están acostumbrados, por eso están en esta plaza como todos los sábados, junto a los niños de la vecindad que, antes que ellos, ocupan la cancha de fútbol de salón y; los mayores, más allá, que juegan a los bolos.
Cuando, por el frio y los mayores y los niños se marcharon, los paraguayos empiezan a jugar.
Todos son jovenes de no más de 35 años de edad provenientes de todas partes de Paraguay. Jugaban a la pelota con mucho entusiasmo y, sobre todo, con mucha corrección.
Algunos de los paraguayos presentes, los menos, son casados con otras paraguayas y, al menos, dos parejas estaban en esa interperie con sus respectivos hijos pequeños.
¿Estos compatriotas ya se quedarán en España definitivamente?, me pregunté; "quiero volver por un rato para ver a mi gente, pero no podré ir hasta octubre cuando cumplo tres años de residencia en Madrid. Gestionaré mis papeles, viajaré y volveré", nos dice un joven rubio de apellido Cantero y que es del barrio Palma Loma, de Luque.
"No, no volveré sino para pasearme. ¿Qué voy a hacer en Paraguay si vuelvo?", contestó otra mujer con quien conversé. Ella formó hogar en España con otro compatriota y tienen una hija.
Hace frio en este barrio, los paraguayos juegan al fútbol en la plaza y en los descansos toman cerveza. También hablan en guaraní y entre todos lo pasan bien. Son una parte de una generación perdida por el Paraguay por falta de oportunidades laborales, educacionales y sanitarias.
Son jóvenes que ya no juegan al fútbol en los baldíos ni en las plazas de sus pueblos, sino en este plaza de Ciudad de los Angeles, aunque esta noche haga frio....

jueves, 10 de enero de 2008

Aquellas radios de la década de 1960

La década de 1960 fue apasionante en la radiofonía paraguaya. Fueron tiempos de muchos agradables cambios venidos de la mano del rock and roll de Elvis Presley, del radioteatro nocturno de Ricardo Turia y de los programas de boleros de Herma Sosa Montanía. Era la década de la creación de radio Ñandutí y de la vigencia de aquellos respetables noticieros de radio Paraguay y, como si todo fuera poco, de la creación y puesta al aire de Canal 9, TV Cerro Corá, desde su pequeño estudio del edificio del IPS sobre la calle Pettirossi.

Los años ´60 me recuerdan los programas en vivo de radio Ñandutí sobre la calle Antequera al 654, de los sábados al anochecer y; de los de Paraguay, los domingos desde las 10.00 y que arrancaba con la presentación de Rafael Rojas Doria y César Alvarez Blanco (Los Compadres) para seguir con la presentación en vivo de orquestas asuncenas famosas de la época como los Blue Caps, artistas exclusivos de las grandes fiestas del prestigioso Sportivo Sajonia.

Aquella década era la de los radios con, en, para y por el espectáculo. Las grandes fiestas de los clubes Sol de América, Cerro Porteño, Mbiguá, Emiliano R. Fernández, Sport Colombia de Fernando de la Mora, River Plate, Guaraní, eran transmitidas por las radios que, para dichos eventos, enviaban a sus mejores animadores: Alejandro Ortíz Aquino (Chicle); Narciso Ríos, Papi Nuñez, Papote Fretes, Blanca Navarro, Arturo Rubín, Rodolfo Schaerer Peralta y tantos otros que, junto a los integrantes de orquestas típicas y modernas eran verdaderas estrellas del escenario.

Juan Bernabé Apodaca, el propietario de radio Comuneros, era el exclusivo relator de los corsos del carnaval asunceno organizados por la comuna. Bernabé falleció el 8 de junio de 1974.

Memorables fueron aquellos programas de músicas paraguayas, mejicanas, valses y modernas. Aquel con Britez Monín y su "Mañanitas paraguayas" por radio Guaraní; el "Levántese contento y con ganas" de Miguel y Nery Fernández, por radio Comuneros desde 1961; el espacio "Compases de valses", de las 9.00 por radio Nacional del Paraguay. Por esa época un jovencito de pelo largo y ojos claros, Juan Carlos "Coco" Bernabé, enloquecía a los jóvenes con toda la "pesada" de Palito Ortega, Juan Ramón, Los Iracundos, Beatles, Rolling Stones, Elvis Presley, desde su famosisimo "El club de los discómanos".

¡Y los radioteatros!: ¡qué tiempos de Ricardo Turia y su "Drácula" y de Luís Roberto Volpi y Mabel Saenz con "El león de Francia"! El elenco de Carlos Lacentre Junior no quedaba atrás. Toda la tarde de radio Comuneros era de los radioteatros. Y el relator infaltable de esos imperdibles capitulos era Silvio Noguera Ayala y el operador, también infaltable, Lucio Ovelar Santacruz. Los radioteatros no tenían competencia, se cortaban solos ya que la televisión apareció recien en 1965 e iniciaba su transmisión a las 17.00.

La radio paraguaya de la época también guarda memorables recuerdos de "La pensión de Ña Lolita" (radio Paraguay); "La fonda de ña Filomena" (Comuneros), con la dirección de José Estigarribia y las tardes folclóricas - humorísticas con José L. (Leandro) Melgarejo en radio Guaraní.

Cambia el más fino brillante / de mano en mano su brillo / cambia el nido el pajarillo / cambia el sentir un amante escribió la tucumana Mercedes Sosa. Y así como todo cambia, también cambiaron los programas radiales, las mismas radioemisoras de las que sólo algunas quedan hasta hoy (Nacional, Ñandutí y Cáritas) y los estilos de hacer radio. Ahora la radio es informativa y musical, dejando de lado el espectáculo y, por tanto, sus famosas fonoplateas.

Acaso sea un modesto homenaje a aquellos tiempos de la radio paraguaya las nuevas letras del uruguayo Jorge Drexler: Cada uno da lo que recibe / y luego recibe lo que da / nada es más simple / no hay otra norma / nada se pierde / todo se transforma.

Sí, todo se transforma...

¿Mis manos curan?

Llevo diez años y pico entre quienes eligieron - parafraseando a Deepak Choppra - el sendero del mago. A menudo, yo concurría a un pequeño salón de ventas de artículos esotéricos, sobre una concurrida y céntrica calle asunceña, a los efectos de adquirir fichas de estacionamiento que, entonces, en la misma tienda se vendía. Entraba a ésta sólo para esta compra.
Un día, mientras aguardaba que la cajera (quien despachaba las fichas) terminara de atender a algunos clientes observé los libros sobre metafísica ofertados. "Sus manos curan" era el título de uno de los tanto en venta.
"¡Que mis manos curan?" me pregunté mientras, por curiosidad, tomé el pequeño libro.
En esos momentos ganas no me faltaban de decir al autor del libro que le felicitaba por sus conocimientos de márketing pero de ahí a que me convenza, pensé, había un gran trecho. "Le voy a decir una cosa, conozco muy bien a mis manos; desde hace muchos años convivimos y nunca, que yo sepa, curó nada. ¿Que mis manos curan?, ¡vaya tontería!", me hubiera gustado decirle en aquel momento.
Pero, en el fragor de mi escepticismo, algo me impulsó a comprar el libro. Me picó la curiosidad de saber con qué argumentos me viene para que, sin preámbulos, me afirme campantemente que mis manos curan.
Salí del negocio con el libro en la mano.
Aquel fue mi inicio en el Sendero. Hoy sé que mis manos curan, como las suyas, lector, como las de los demás. De todos. Curan y actúan mucho más de lo que nos imaginamos. El verbo se hizo carne. Actué en consecuencia y me involucré con la metafísica, con Cony Méndez, Choppra, Yo Soy, y con la energía y con la Llama Violeta. Y tomé el camino hacia el silencio, los ángeles, el mentalismo, la correspondencia, la vibración, polaridad, ritmo, causa y efecto y hacia la generación.
Me involucré con las enseñanzas de Jesús, Saint Germain, la Virgen María y del Espíritu Santo.
De repente, un nuevo mundo estuvo al alcance de mis manos, de mis pensamientos. Un mundo ignorado y absurdamente manoseado por mi ignorancia.
En los comienzos, la curiosidad era como una llamada que me envolvía día y noche. En vigilia y en sueño. Felizmente. Y no solo "devoré" aquel libro, sino también concurrí a las charlas, conferencias, talleres, cursos y me interesé en el Reiki y compré más libros y me sumergí en lo casi infinito de Internet en busca de más verdades. Y me embelesaba escuchando a los que ya caminaron un largo trecho.
Desde hace años tengo la maestría en esta práctica oriental que no es otra cosa sino la conciencia mía en acción sobre la sanación a través de las manos.
De buscar fichas para estacionar mi vehículo en una concurrida calle céntrica asunceña hoy soy un caminante de un sendero limpio y tranquilo donde aprendí muchas cosas: paz, abundancia, fe, paciencia, tolerancia, alegría, respeto, fidelidad, conocimiento, amor. ¿Qué más puedo pedir a la vida?
Desde entonces, muchas, muchísimas, cosas me son diáfanas. Con decirles que antes de estas experiencias no sabía ni qué quería decir el cura cuando repetía las palabras de Jesús: "Sólo la verdad os hará libres". Y que les conste que ya por entonces yo concurría a misa en mi carácter de católico mariano sin tener idea del contexto y de los detalles de mi religión.
Hoy soy un feliz poseedor del billete premiado.
Alguna vez todos tuvimos la agradable experiencia de haber ganado un premio. Hoy, yo soy un agraciado con el primer premio. Gané todo. Todo tengo (y esto no es fantasía ni fanfarronería mía). En esto consiste para mi la verdad a la que se refería Jesús. Es la misma verdad que me hace libre y que deseo para la humanidad toda.
Escucha: ¿hay algo mejor que dormir, plácidamente, todas las noches?, ¿hay algo mejor que saber la verdad y actuar en consecuencia? Esa verdad me arrimó a la paz. Por eso digo: tengo todo. Y todos podemos tener todo. Muy pronto, a lo mejor, todos estaríamos en ese todo.
El sendero me esperaba. Yo lo caminé. Es misteriosamente maravilloso. Hoy, a más de diez años, sé que aquella adquisición del libro no fue por casualidad, sino por causalidad. Felizmente descifré el código y me introduje en ese maravilloso mundo de la sabiduría sencilla, fresca y transparente.
Finalmente me permito una corrección al autor de aquel libro que cambió mi vida. Yo no curo. Dios cura a través de mis manos, como también lo hace por medio de mis pensamientos, intenciones y deseos; a través de mi mirada, de mi presencia, de mi paz.
Esta es la verdad que me costaba creer y al cual me resistía hasta que leí aquel pequeño pero sustancioso libro (Luque, Paraguay, 4 de marzo de 2006)

miércoles, 9 de enero de 2008

El alazán de Villa Dolores

Al otro lado de los cerros, en las planicies del Guairá, extendidas hacia donde se inician los interminables montes de Caaguazú, se encuentra el pueblo que, en sus comienzos, allá por 1817, ni siquiera nombre tenía.
Un fraile franciscano, el reverendo Gregorio, se encargaría de bautizarlo con el nombre de Villa Santa María de los Dolores del Guairá para que, con el tiempo, quede con el nombre abreviado de Villa Dolores.
El lugar fue elegido por el dictador José Gaspar Rodríguez de Francia como sitio de confinamiento de los funcionarios a su cargo que no cumplían correctamente con sus deberes públicos.
Allí vivían hombres y mujeres, paraguayos y españoles todos confinados, obviamente. La población tenía prohibida salir de su éjido de unas dos leguas cuadradas. El único camino que conecta la comunidad con el resto de la nación estaba controlado por un fuerte militar. El monte, infectado de fieras, reptiles y alimañas varias, se encarga de los demás flancos.
Sus habitantes están allí por coimeros, algunos; otros, por desatender el mostrador aduanero en los puertos de Asunción y Santa María de la Encarnación, al sur. Varios sufren condena por intentar quedarse con alguna parte de la recaudación fiscal. Hay condenados por complicidad con ladrones de ganado de las estancias de la patria.
Unas quince maestras de escuelas públicas que no asistían con regularidad a clase o que enseñaban con deficiencia intelectual también fueron condenadas por el Dictador Perpetuo a pasar algún buen tiempo en el alejado paraje.
Quién intentare burlar los bienes de la República será condenado al dolor, insertaba, de puño y letra, al pié de sus decretos condenatorios.
A medida que se sumaban las chozas, constituidas por los mismos castigados, adoptaría el nombre de Villa Dolores tal vez en alusión a la última frase de los decretos del Dictador.
El reverendo Gregorio, hijo de judíos y recibido en el seminario de Buenos Aires, arribó al Paraguay en los inicios de la década de 1820 pidiendo permiso a Francia para atender a los confinados en el Guairá.
Con la autorización concedida llegó una tarde al lomo de su caballo alazán, empezando a construir su choza al día siguiente luego de un merecido descanso y de haber conversado con algunos pobladores.
El montado del franciscano fue admirado por los hombres que esa noche, en torno a una fogata prepara para asar un venado, supieron que lo trasladó desde Buenos Aires y que se llama Conversión.
Se trataba de un caballo robusto, alto y de color más o menos rojo canela, que en la primera semana del cura en la villa pastó en el extenso potrero donde había una decena de vacas lecheras de los condenados.
La primera vez que el religioso lo montó, después de varios días de descanso, provocó en Juan Carlos de la Herrería, ex empleado de Aduanas, el deseo de hacer lo mismo.
- ¿Me dejaría, padre, cabalgar unos cientos de yardas en ese hermoso alazán? - preguntó.
- Claro, m´hijo. Venga, tome la rienda.
Lo montó y se dejó llevar por el caballo, a galope lento, en la única calle del poblado.
A su retorno, junto al cura y otros que observaban con curiosidad la elegancia del equino, Conversión levantó las dos manos, giró hacia la derecha y relinchó como fastidiado y molesto. Posó las manos, se aculó y alzó el anca despidiendo, con violencia, al jinete quien terminó de bruces en la arena.
Tras la hilaridad provocada en los presentes la caída de Juan Carlos, el ex recaudador en el mercado popular, Rafael Martínez, solicitó al cura ahocajar el caballo, prometiendo que no terminará su paseo como el anterior. Tomó las riendas y, con habilidad se ubicó en la silla, galopándolo desde el principio.
Al disponerse para una segunda galopada, el montado repitió lo mismo que con el anterior jinete. Antes que atinara hacer nada, Rafael estaba en el suelo, en incómoda como ridícula posición provocando la risa de todos y hasta la burla de algunos.
Conmigo no pasará lo mismo, intervino Jesús Ferreira, quien fuera hombre de confianza del Dictador y puesto a cuidar la caja de caudales, hasta que fue sorprendido hurtando joyas de oro para obsequiar a su amante Teresa.
Deje a mi cargo, padre, dijo en lo que se convertiría en una suerte de espontánea competencia de permanencia al lomo del corcel. De un salto lo montó y galopó a lo que aguantaba el solípedo, pero en inesperado brinco el bruto lo dejó igualmente acostado, al lado de un termitero.
Desde entonces nadie atinó pedir prestado el caballo, al que solo su amo entiende, pensaron los habitantes del alejado pueblejo.
El franciscano en su homilía dominical alentaba a los doloreños a cambiar actitudes, a arrepentirse de haber hecho mal sus tareas en la función pública, a pedir perdón a Dios por lo que se hizo mal o a medias. De a poco y con paciencia los perversos pensamientos de los funcionarios públicos fueron disipándose y cada uno volvía a ser ejemplares cristianos.
El único resistido a no arrepentirse era el altanero Martínez quien en una oportunidad solicitó de nuevo montar el alazán.
- Sí, claro, m´hijito - le respondió el fraile con paternal amor.
- En mi pueblo, San José, fui el mejor jinete y ahora no será este el que me quite ese mérito - respondió mientras lo montaba, con ánimo de domador de potros, ante la atenta mirada de varios pobladores que, de inmediato, formaron un medio círculo junto al cura.
Fue por el campo, volvió por la calle. A todo galope atropelló el campo comunal; trotó en torno de los presentes y extrayendo del equino su calidad ambladora. Volvió a galopar el brioso andador.
Cuando todos esperaban una feliz culminación de la cabalgata, el caballo expulsó por los aires al soberbio jinete quien terminó tendido junto a una sorprendida vaca, en pleno campo.
Tras la justificada mofa de todos, solicitó Juan Carlos montar el caballo.
El ex despachante de aduanas fue, galopó, volvió y desmontó sin ninguna dificultad lo que arrancó admiración y aplausos de los asistentes, que para ese momento ya eran varios.
La gente, de inmediato, cuchicheó sobre la hazaña de Juan Carlos y no faltó quién propuso nombrarlo líder y administrador de la comunidad. Una ex maestra dijo, por el contrario, que el caballo fue coimeado por el jinete.
El padre Gregorio les sacó de las dudas:
- Conversión no se lleva con los pecadores. Es como aquel caballo que también tiró a Pablo, camino a Damasco, por haber perseguido a Jesús. Ya vieron ustedes cómo se comportó con Juan Carlos, quién había perdido perdón a Dios por sus pecados.
Siempre habrá una sociedad de pecadores y un montado que se negará hacerles llegar a destino si no se arrepintiera de sus errores, omisiones o culpas, les reflexionó el religioso.
Muy pronto en Villa Dolores quedó nadie que no pudiera reinsertarse a la función pública.
El caballo falleció a los 42 años de edad y, el cura, muy anciano. Villa Dolores con el tiempo dejó de ser un presidio para convertirse en la mayor criadora de caballos de la nueva República y de donde el general Francisco Solano López se proveería de montados para la guerra, entre estos su blanco Mandyjú, contra tres países vecinos a mediados de la década de 1860. Pero esta es otra historia...

El niño que olía la estación de trenes

Aquel niño sentía la parada del tren por medio del olfato. Sí, la olía. No era ciego, claro, pero aquella estructura de viejos hierros y chapas ingleses la apreciaba, curiosamente, a través de sus membranas nasales.
De vez en vez acompañaba a su madre, gustoso, hasta la estación ferroviaria de Villarrica, en Paraguay.
Para él ese lugar, al lado del ingenio azucarero, tenía "su" propio como agradable olor.
Todos los días, al mediodía, el tren procedente de Asunción llegaba a Villarrica. Era lo más importante de los acontecimientos cotidianos de la comunidad. Arribaban pasajeros y también encomiendas, cartas, bolsas de harina, fideo, telas, repuestos para los pocos automóviles de la época, barriles de combustibles...
La estación, pues, era el lugar donde los villarriqueños se encontraban y consolidaban vínculos a cuentas del tren que llegaba y se marchaba.
De pequeño viajaba, de vez en vez, a bordo de ese mismo tren hasta San Salvador, donde experimentaba con la madre el trasbordo a otro tren todavía más viejo e incómodo no por ello menos útil. La antigua locomotora tiraba del convoy con rumbo a la estación de Tacuara, desde donde, en carreta tirada por bueyes llegaba a la casa de los abuelos maternos, allá en las colinas de Buena Vista, departamento de Caazapá.
Viajar en tren por aquella segunda mitad de la década de 1950 era para el niño de cinco años una verdadera delicia. El tren era para él el olor de los dulces, los cremalines y de las tortas de maíz que en Paraguay las llaman "chipás". También de la fragancia de los finos perfumes de las señoras ricas que viajaban hacia sus establecimientos ganaderos. Era el olor del mosto de caña dulce. Y el zumbido de las abejas sobre la frescas y aromadas alojas en la estación.
Los vagones, la estación toda, el bufido de la locomotora, el viejo reloj inglés, los bancos de hierro y madera evocan una Villarrica forjada por las fábricas de azúcar, las yerbateras y por los aserraderos de lapachos, cedros y guatambúes de sus montes en la sierra.
Para nuestro niño, pasajero en segunda clase, la estación de la capital del Guairá tenía los mejores aromas del mundo: el de las naranjas frescas, de los refrescos de los "avíos", en especial de las milanesas preparadas por su madre para el viaje y el de los perfumes y polvos caros de las señoritas y señoras fifí de la elite guaireña.
Un día, esperando el tren para uno de sus viajes a Buena Vista, dijo a su madre que le agradaba el olor de la estación.
- ¡Jesús, m´hijo, que ocurrencia! - responde asombrada - si el aire está impregnado del guarapo de la fábrica de azúcar de los Friedman.
- ¿Acaso no sientes el de las alojas, de las chipas y de las ropas nuevas?
- Lo dices porque tampoco olfateas el repugnante olor del humo de los cigarros de aquellos señores que esperan nuestro tren. Ojalá no viajemos en el mismo vagón.
- Pero esos también son olores de la estación y huelen bien....
Afuera, en el descampado y amplio espacio, paran los "carumbés", coloridos carros de dos ruedas tirados por un caballo y destinado al transporte de pasajeros. Allí olía a cagajones, sudor de rocines y a catingas de cocheros. Cuando el tren parte también estos vehículos se marchan, en caravana, hacia la ciudad.
Cuando el convoy está en Villarrica, el niño sentía que el sitio se cubría de olor de alquitrán y a leña quemada. Era el "olor" del tren para su precoz olfato.
Efluvio de la ansiosa llegada o la partida del ser querido. De volver a ver a los abuelos. De decenas de pesadas y enormes valijas de cuero. De mucha gente elegantemente vestida. De apuros, abrazos, de tristezas, alegrías y de pregones de alojeras y chiperas. Imágenes con olores, selladas en la memoria del niño.
El tañido de la campana de la estación y el breve y agudo pitido de la locomotora que anunciaban la inminente marcha tiene para el chico los olores del incienso en las misas domingueras en la iglesia Santa Librada, del barrio Estación y; la sirena del ingenio azucarero, los aromas de la caña dulce cortada el día antes y trasportada en carretas por las polvorientas calles de aquella villarrica de mediados del siglo XX. (Asunción, Paraguay, diciembre de 2005)

Rigurosa y seductora

Si fuera hombre hubiese sido un guerrero espartano si ya no lo fue en sus anteriores vidas. Su innato sentido del orden la torna especial entre las de su misma edad. En la tabla de prioridades de su vida, primero la disciplina, el orden, el punto justo; ni el más ni el menos, la exactitud constante, la armonía por voluntad y vocación.
Después, el resto.
Porque detesta el desorden todo lo tiene organizado, desde sus apuntes, sus ropas, sus tarjetas, los adornos navideños de la casa hasta sus planes semanales. Es de las personas, no muchas por cierto, que piensan que la disciplina y el esfuerzo pagan dividendos porque allí está la parte más importante del éxito.
Su estilo de vida es la disciplina. y como tal hubiese sido una de las mejores, si no la mejor, alumnas de Carlos Zuckmayer quien enseñaba que la mitad de la vida es suerte, que la otra, disciplina; y que ésta es decisoria ya que, sin disciplina, no se sabría por dónde empezar con la suerte.
Duerme, despierta, desayuna, almuerza en las horas marcadas. Levantarse de la cama, ducharse y vestirse demandan de ella planificadas conductas que cumplen con naturalidad. La cama que primorosamente la arregla ni bien la desocupa en horas tempranas y; la toalla limpia y sus ropas planchadas acomodas delicadamente sobre una silla, destilan amor al orden.
Se la debiera ver lustrando sus calzados y ubicarlos con cuidado en las cajas del zapatero de la habitación.
Metódica por donde se la mire.
Es de las que con ejemplos enseña que mediante la disciplina se puede alcanzar la libertad. "Vierte agua en un vaso y podrás beber. Sin el vaso el agua salpicaría por todas partes. El vaso es la disciplina", diría.
Detesta lo que ya no sirve.
Diferente a muchas mujeres, ella prefiere deshacerse de las cosas viejas, de las irremediables. "La mayonesa cuando se corta, se tira" es una de sus frases favoritas que cencerrea de vez en vez, así se refiera a prendas rotas o a un amor irrecuperable.
Si aquellos objetos, sin embargo, envuelvan sus mejores recuerdos, incluso los acompañan con oportunos y primorosos apuntes: "la primera vez que cayó fue de la cama de los papis", anota en una cepiada agenda de las primeras fotos de su hijo, hoy con 27 años de edad. En algún rincón de su casa, que sólo ella lo sabe, guarda un mechón de pelo de sus dos hijos, de cuando se los habían cortado por primera vez.
Su ancestral empadronamiento de cuantas cosas hacen a lo suyo y su envidiable memoria le permiten recordar los asuntos que, en apariencias, parecieran insignificantes, los que, con notable sentido de oportunidad, los aplica en sus actividades cotidianas. Su disciplina le añade fortaleza y templanza.
Todo anota: Sus gastos, sus fechas de vencimientos, sus planes. Sus agendas anuales están llenas de sus manuscritos, que al 31 de diciembre se vuelve un fenomenal archivo.
En cuanto a sumas, restas, divisiones y multiplicaciones de sus responsabilidades financieras es singularísima.
Cuando sus números no cierran se apodera de ella un extraño cuan insondable mal humor. Es cuando se envuelve con una pesada capa de silencio. A partir de ahí, como tocada por alguna mágica varita, se las agencia para salir de sus eventuales apuros que, a la larga, son vencidos por la aplicación de su personal sistematizada estrategia.
Sí, producto de su auto disciplina, es una mujer de carácter, que a su vez la vuelve atractiva como aquellas bellas etruscas. Su maestría la trae de niña, de cuando supo vivir sin la protección del padre y con la angustia de su madre joven con tres niños muy pequeños; de madre separada, y con dos hijos, tuvo necesidad de trabajar por un salario.
Una mujer con firmeza, en fin, que por disciplina se hizo de respetable carácter y engendró un modelo de coraje. Una mujer disciplinada que también irradia feminidad, alegría por y para la vida, sabiduría y seducción a su paso. (Asunción, Paraguay, enero de 2006)

martes, 8 de enero de 2008

Mi escoba y la vereda

De vez en cuando me agrada limpiar la vereda de casa.
Debo ser sincero: solo de vez en cuando.
Pienso que pocos deben ser los que obsesionadamente desean limpiar sus veredas todos los días, círculo al cual no pertenezco.
Pero cuando le tengo ganas, lo hago con gusto. No hay nada mejor que hacer las cosas con ganas, así sea limpiar de yuyos el cordón de la vereda, leer un buen libro o controlar las tareas escolares de los hijos.
Ese domingo, como a las 11.00, cuando octubre ya se presenta con los primeros rigores del verano austral, también me pongo a limpiar los 20 metros de vereda que corresponden a mi familia en uno de los dos frentes de la casa.
Este frente, a propósito, me gusta. Esta calle es más ancha que la otra y tiene árboles que los vecinos pusimos en nuestras respectivas aceras. En Paraguay no se concibe una casa sin árboles. Y por eso en este verano volvemos a gozar de la sombra de los árboles que plantamos. Son de los llamados Castaña o Sombrero de Playa.
Las primeras plantas del barrio traje de la ciudad de Concepción, por el año 1981, que me habían sido regaladas por la madre de Pedro Alvarenga, un periodista e historiador de reconocida solvencia académica.
Eran dos plantitas que transladé en un viaje aéreo. Los planté frente a la casa y cuando fueron grandes algunas de sus semillas las volví a plantar en latas de leche Nido para regalar a vecinos y amigos.
Creo que esta especie es originaria del Brasil. Ahora hay, abundante, en todo el Paraguay.
Retomo el tema.
Limpiar la vereda me agrada, les decía, porque también es una excusa para arrimarme a los vecinos.
"Buen día, don Plate", "Buen día, doña Lilí" les saludo, escoba en manos, a los más próximos. "Adios, ¡qué guapo!", me responden otros que van camino a la iglesia cercana. En Paraguay decimos guapo a la persona diligente. Si fuera por puridad idiomática probablemente no me dirían "¡qué guapo!".
Esto de limpiar me lleva a las fronteras de mi compromiso público. Si bien es cierto que hay un pago por la recolección de basura, no pagamos a la municipalidad de mi jurisdicción ninguna tasa por limpieza de vereda, por lo que mal podría esperar que la administración comunal se encargue de limpiar mi vereda. Por tanto, lo hago por y los míos de casa en el espacio que nos corresponde. Lo hacemos con gusto. Con muchísimo gusto. Es una manera de practicar el bien público, así sea apenas limpiando la vereda de nuestra casa y por la que caminan los demás.
Debo confesar que ver limpia la vereda donde resido me hace bien. Es una manera de sentirme realizado. Me siento bien al observar la vereda sin las últimas hojas caídas de los árboles de la cuadra, sin las colillas de cigarrillos en las ranuras del empedrado, sin yuyos entre las baldosas, sin arenas que tape los caños de desagüe que se orientan hacia la calle. Sí, en mi barrio se arroja el agua sobrante en la calle, como en las ciudades europeas del siglo XVll.
Barrer la vereda me hace apreciar mucho más esa calle, esos árboles, la vecindad, el barrio. Excelente terapia es tomar la escoba. Es tarea motivadora que contagia al vecino que, pronto, hace lo mismo frente a su casa.
Y nos añade autoestima. Esto yo lo puedo hacer y lo hago. La autoestima nos da confianza y ésta, fortaleza. Si somos firmes seremos capaces de desarrollar otras virtudes. Por ejemplo, la justicia. Si no pago una tasa municipal por limpieza de calle, no pretenderé que la institución pública lo haga. Por tanto, la limpio yo. Limpiarlo me ayuda a ser más junto conmigo mismo y con los demás.
Además barrer es un buen ejercicio para la cintura. De vez en vez debo ponerme de cuclillas para arrancar con las manos los yuyos y volver a levantarme. También debo cargar la basura en la bolsa de plástico. Volver a agacharme. Un ejercicio que viene como anillos al dedo a los músculos y a las articulaciones en general; un santo remedio para aquellos que se resisten a las caminatas, por ejemplo, por la razón que fuera. A propósito, cuando uno superó los 45 años de edad necesita estirar los músculos y con más razón para una persona con 50, como yo.
Cuando la calle de casa está limpia, como que el aire se vuelve más fresco y los árboles responden con más verdor. Como que todo es más amable, solidario y pacífico. (Luque, Paraguay, octubre de 2003)