Detrás de la puerta, esto

Detrás de la puerta, esto
Procuro que mi blog sea agradable como lo es un buen vino para quién sepa de cepas; como un buen tabaco para aquellos que, como Hemingway, apreciaban un buen libro, un buen vino, un buen ron y un buen puro. Es todo mi intento para cuando abra esta puerta (Foto: Fotolia.com).

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miércoles, 9 de enero de 2008

El alazán de Villa Dolores

Al otro lado de los cerros, en las planicies del Guairá, extendidas hacia donde se inician los interminables montes de Caaguazú, se encuentra el pueblo que, en sus comienzos, allá por 1817, ni siquiera nombre tenía.
Un fraile franciscano, el reverendo Gregorio, se encargaría de bautizarlo con el nombre de Villa Santa María de los Dolores del Guairá para que, con el tiempo, quede con el nombre abreviado de Villa Dolores.
El lugar fue elegido por el dictador José Gaspar Rodríguez de Francia como sitio de confinamiento de los funcionarios a su cargo que no cumplían correctamente con sus deberes públicos.
Allí vivían hombres y mujeres, paraguayos y españoles todos confinados, obviamente. La población tenía prohibida salir de su éjido de unas dos leguas cuadradas. El único camino que conecta la comunidad con el resto de la nación estaba controlado por un fuerte militar. El monte, infectado de fieras, reptiles y alimañas varias, se encarga de los demás flancos.
Sus habitantes están allí por coimeros, algunos; otros, por desatender el mostrador aduanero en los puertos de Asunción y Santa María de la Encarnación, al sur. Varios sufren condena por intentar quedarse con alguna parte de la recaudación fiscal. Hay condenados por complicidad con ladrones de ganado de las estancias de la patria.
Unas quince maestras de escuelas públicas que no asistían con regularidad a clase o que enseñaban con deficiencia intelectual también fueron condenadas por el Dictador Perpetuo a pasar algún buen tiempo en el alejado paraje.
Quién intentare burlar los bienes de la República será condenado al dolor, insertaba, de puño y letra, al pié de sus decretos condenatorios.
A medida que se sumaban las chozas, constituidas por los mismos castigados, adoptaría el nombre de Villa Dolores tal vez en alusión a la última frase de los decretos del Dictador.
El reverendo Gregorio, hijo de judíos y recibido en el seminario de Buenos Aires, arribó al Paraguay en los inicios de la década de 1820 pidiendo permiso a Francia para atender a los confinados en el Guairá.
Con la autorización concedida llegó una tarde al lomo de su caballo alazán, empezando a construir su choza al día siguiente luego de un merecido descanso y de haber conversado con algunos pobladores.
El montado del franciscano fue admirado por los hombres que esa noche, en torno a una fogata prepara para asar un venado, supieron que lo trasladó desde Buenos Aires y que se llama Conversión.
Se trataba de un caballo robusto, alto y de color más o menos rojo canela, que en la primera semana del cura en la villa pastó en el extenso potrero donde había una decena de vacas lecheras de los condenados.
La primera vez que el religioso lo montó, después de varios días de descanso, provocó en Juan Carlos de la Herrería, ex empleado de Aduanas, el deseo de hacer lo mismo.
- ¿Me dejaría, padre, cabalgar unos cientos de yardas en ese hermoso alazán? - preguntó.
- Claro, m´hijo. Venga, tome la rienda.
Lo montó y se dejó llevar por el caballo, a galope lento, en la única calle del poblado.
A su retorno, junto al cura y otros que observaban con curiosidad la elegancia del equino, Conversión levantó las dos manos, giró hacia la derecha y relinchó como fastidiado y molesto. Posó las manos, se aculó y alzó el anca despidiendo, con violencia, al jinete quien terminó de bruces en la arena.
Tras la hilaridad provocada en los presentes la caída de Juan Carlos, el ex recaudador en el mercado popular, Rafael Martínez, solicitó al cura ahocajar el caballo, prometiendo que no terminará su paseo como el anterior. Tomó las riendas y, con habilidad se ubicó en la silla, galopándolo desde el principio.
Al disponerse para una segunda galopada, el montado repitió lo mismo que con el anterior jinete. Antes que atinara hacer nada, Rafael estaba en el suelo, en incómoda como ridícula posición provocando la risa de todos y hasta la burla de algunos.
Conmigo no pasará lo mismo, intervino Jesús Ferreira, quien fuera hombre de confianza del Dictador y puesto a cuidar la caja de caudales, hasta que fue sorprendido hurtando joyas de oro para obsequiar a su amante Teresa.
Deje a mi cargo, padre, dijo en lo que se convertiría en una suerte de espontánea competencia de permanencia al lomo del corcel. De un salto lo montó y galopó a lo que aguantaba el solípedo, pero en inesperado brinco el bruto lo dejó igualmente acostado, al lado de un termitero.
Desde entonces nadie atinó pedir prestado el caballo, al que solo su amo entiende, pensaron los habitantes del alejado pueblejo.
El franciscano en su homilía dominical alentaba a los doloreños a cambiar actitudes, a arrepentirse de haber hecho mal sus tareas en la función pública, a pedir perdón a Dios por lo que se hizo mal o a medias. De a poco y con paciencia los perversos pensamientos de los funcionarios públicos fueron disipándose y cada uno volvía a ser ejemplares cristianos.
El único resistido a no arrepentirse era el altanero Martínez quien en una oportunidad solicitó de nuevo montar el alazán.
- Sí, claro, m´hijito - le respondió el fraile con paternal amor.
- En mi pueblo, San José, fui el mejor jinete y ahora no será este el que me quite ese mérito - respondió mientras lo montaba, con ánimo de domador de potros, ante la atenta mirada de varios pobladores que, de inmediato, formaron un medio círculo junto al cura.
Fue por el campo, volvió por la calle. A todo galope atropelló el campo comunal; trotó en torno de los presentes y extrayendo del equino su calidad ambladora. Volvió a galopar el brioso andador.
Cuando todos esperaban una feliz culminación de la cabalgata, el caballo expulsó por los aires al soberbio jinete quien terminó tendido junto a una sorprendida vaca, en pleno campo.
Tras la justificada mofa de todos, solicitó Juan Carlos montar el caballo.
El ex despachante de aduanas fue, galopó, volvió y desmontó sin ninguna dificultad lo que arrancó admiración y aplausos de los asistentes, que para ese momento ya eran varios.
La gente, de inmediato, cuchicheó sobre la hazaña de Juan Carlos y no faltó quién propuso nombrarlo líder y administrador de la comunidad. Una ex maestra dijo, por el contrario, que el caballo fue coimeado por el jinete.
El padre Gregorio les sacó de las dudas:
- Conversión no se lleva con los pecadores. Es como aquel caballo que también tiró a Pablo, camino a Damasco, por haber perseguido a Jesús. Ya vieron ustedes cómo se comportó con Juan Carlos, quién había perdido perdón a Dios por sus pecados.
Siempre habrá una sociedad de pecadores y un montado que se negará hacerles llegar a destino si no se arrepintiera de sus errores, omisiones o culpas, les reflexionó el religioso.
Muy pronto en Villa Dolores quedó nadie que no pudiera reinsertarse a la función pública.
El caballo falleció a los 42 años de edad y, el cura, muy anciano. Villa Dolores con el tiempo dejó de ser un presidio para convertirse en la mayor criadora de caballos de la nueva República y de donde el general Francisco Solano López se proveería de montados para la guerra, entre estos su blanco Mandyjú, contra tres países vecinos a mediados de la década de 1860. Pero esta es otra historia...

El niño que olía la estación de trenes

Aquel niño sentía la parada del tren por medio del olfato. Sí, la olía. No era ciego, claro, pero aquella estructura de viejos hierros y chapas ingleses la apreciaba, curiosamente, a través de sus membranas nasales.
De vez en vez acompañaba a su madre, gustoso, hasta la estación ferroviaria de Villarrica, en Paraguay.
Para él ese lugar, al lado del ingenio azucarero, tenía "su" propio como agradable olor.
Todos los días, al mediodía, el tren procedente de Asunción llegaba a Villarrica. Era lo más importante de los acontecimientos cotidianos de la comunidad. Arribaban pasajeros y también encomiendas, cartas, bolsas de harina, fideo, telas, repuestos para los pocos automóviles de la época, barriles de combustibles...
La estación, pues, era el lugar donde los villarriqueños se encontraban y consolidaban vínculos a cuentas del tren que llegaba y se marchaba.
De pequeño viajaba, de vez en vez, a bordo de ese mismo tren hasta San Salvador, donde experimentaba con la madre el trasbordo a otro tren todavía más viejo e incómodo no por ello menos útil. La antigua locomotora tiraba del convoy con rumbo a la estación de Tacuara, desde donde, en carreta tirada por bueyes llegaba a la casa de los abuelos maternos, allá en las colinas de Buena Vista, departamento de Caazapá.
Viajar en tren por aquella segunda mitad de la década de 1950 era para el niño de cinco años una verdadera delicia. El tren era para él el olor de los dulces, los cremalines y de las tortas de maíz que en Paraguay las llaman "chipás". También de la fragancia de los finos perfumes de las señoras ricas que viajaban hacia sus establecimientos ganaderos. Era el olor del mosto de caña dulce. Y el zumbido de las abejas sobre la frescas y aromadas alojas en la estación.
Los vagones, la estación toda, el bufido de la locomotora, el viejo reloj inglés, los bancos de hierro y madera evocan una Villarrica forjada por las fábricas de azúcar, las yerbateras y por los aserraderos de lapachos, cedros y guatambúes de sus montes en la sierra.
Para nuestro niño, pasajero en segunda clase, la estación de la capital del Guairá tenía los mejores aromas del mundo: el de las naranjas frescas, de los refrescos de los "avíos", en especial de las milanesas preparadas por su madre para el viaje y el de los perfumes y polvos caros de las señoritas y señoras fifí de la elite guaireña.
Un día, esperando el tren para uno de sus viajes a Buena Vista, dijo a su madre que le agradaba el olor de la estación.
- ¡Jesús, m´hijo, que ocurrencia! - responde asombrada - si el aire está impregnado del guarapo de la fábrica de azúcar de los Friedman.
- ¿Acaso no sientes el de las alojas, de las chipas y de las ropas nuevas?
- Lo dices porque tampoco olfateas el repugnante olor del humo de los cigarros de aquellos señores que esperan nuestro tren. Ojalá no viajemos en el mismo vagón.
- Pero esos también son olores de la estación y huelen bien....
Afuera, en el descampado y amplio espacio, paran los "carumbés", coloridos carros de dos ruedas tirados por un caballo y destinado al transporte de pasajeros. Allí olía a cagajones, sudor de rocines y a catingas de cocheros. Cuando el tren parte también estos vehículos se marchan, en caravana, hacia la ciudad.
Cuando el convoy está en Villarrica, el niño sentía que el sitio se cubría de olor de alquitrán y a leña quemada. Era el "olor" del tren para su precoz olfato.
Efluvio de la ansiosa llegada o la partida del ser querido. De volver a ver a los abuelos. De decenas de pesadas y enormes valijas de cuero. De mucha gente elegantemente vestida. De apuros, abrazos, de tristezas, alegrías y de pregones de alojeras y chiperas. Imágenes con olores, selladas en la memoria del niño.
El tañido de la campana de la estación y el breve y agudo pitido de la locomotora que anunciaban la inminente marcha tiene para el chico los olores del incienso en las misas domingueras en la iglesia Santa Librada, del barrio Estación y; la sirena del ingenio azucarero, los aromas de la caña dulce cortada el día antes y trasportada en carretas por las polvorientas calles de aquella villarrica de mediados del siglo XX. (Asunción, Paraguay, diciembre de 2005)

Rigurosa y seductora

Si fuera hombre hubiese sido un guerrero espartano si ya no lo fue en sus anteriores vidas. Su innato sentido del orden la torna especial entre las de su misma edad. En la tabla de prioridades de su vida, primero la disciplina, el orden, el punto justo; ni el más ni el menos, la exactitud constante, la armonía por voluntad y vocación.
Después, el resto.
Porque detesta el desorden todo lo tiene organizado, desde sus apuntes, sus ropas, sus tarjetas, los adornos navideños de la casa hasta sus planes semanales. Es de las personas, no muchas por cierto, que piensan que la disciplina y el esfuerzo pagan dividendos porque allí está la parte más importante del éxito.
Su estilo de vida es la disciplina. y como tal hubiese sido una de las mejores, si no la mejor, alumnas de Carlos Zuckmayer quien enseñaba que la mitad de la vida es suerte, que la otra, disciplina; y que ésta es decisoria ya que, sin disciplina, no se sabría por dónde empezar con la suerte.
Duerme, despierta, desayuna, almuerza en las horas marcadas. Levantarse de la cama, ducharse y vestirse demandan de ella planificadas conductas que cumplen con naturalidad. La cama que primorosamente la arregla ni bien la desocupa en horas tempranas y; la toalla limpia y sus ropas planchadas acomodas delicadamente sobre una silla, destilan amor al orden.
Se la debiera ver lustrando sus calzados y ubicarlos con cuidado en las cajas del zapatero de la habitación.
Metódica por donde se la mire.
Es de las que con ejemplos enseña que mediante la disciplina se puede alcanzar la libertad. "Vierte agua en un vaso y podrás beber. Sin el vaso el agua salpicaría por todas partes. El vaso es la disciplina", diría.
Detesta lo que ya no sirve.
Diferente a muchas mujeres, ella prefiere deshacerse de las cosas viejas, de las irremediables. "La mayonesa cuando se corta, se tira" es una de sus frases favoritas que cencerrea de vez en vez, así se refiera a prendas rotas o a un amor irrecuperable.
Si aquellos objetos, sin embargo, envuelvan sus mejores recuerdos, incluso los acompañan con oportunos y primorosos apuntes: "la primera vez que cayó fue de la cama de los papis", anota en una cepiada agenda de las primeras fotos de su hijo, hoy con 27 años de edad. En algún rincón de su casa, que sólo ella lo sabe, guarda un mechón de pelo de sus dos hijos, de cuando se los habían cortado por primera vez.
Su ancestral empadronamiento de cuantas cosas hacen a lo suyo y su envidiable memoria le permiten recordar los asuntos que, en apariencias, parecieran insignificantes, los que, con notable sentido de oportunidad, los aplica en sus actividades cotidianas. Su disciplina le añade fortaleza y templanza.
Todo anota: Sus gastos, sus fechas de vencimientos, sus planes. Sus agendas anuales están llenas de sus manuscritos, que al 31 de diciembre se vuelve un fenomenal archivo.
En cuanto a sumas, restas, divisiones y multiplicaciones de sus responsabilidades financieras es singularísima.
Cuando sus números no cierran se apodera de ella un extraño cuan insondable mal humor. Es cuando se envuelve con una pesada capa de silencio. A partir de ahí, como tocada por alguna mágica varita, se las agencia para salir de sus eventuales apuros que, a la larga, son vencidos por la aplicación de su personal sistematizada estrategia.
Sí, producto de su auto disciplina, es una mujer de carácter, que a su vez la vuelve atractiva como aquellas bellas etruscas. Su maestría la trae de niña, de cuando supo vivir sin la protección del padre y con la angustia de su madre joven con tres niños muy pequeños; de madre separada, y con dos hijos, tuvo necesidad de trabajar por un salario.
Una mujer con firmeza, en fin, que por disciplina se hizo de respetable carácter y engendró un modelo de coraje. Una mujer disciplinada que también irradia feminidad, alegría por y para la vida, sabiduría y seducción a su paso. (Asunción, Paraguay, enero de 2006)