Detrás de la puerta, esto

Detrás de la puerta, esto
Procuro que mi blog sea agradable como lo es un buen vino para quién sepa de cepas; como un buen tabaco para aquellos que, como Hemingway, apreciaban un buen libro, un buen vino, un buen ron y un buen puro. Es todo mi intento para cuando abra esta puerta (Foto: Fotolia.com).

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sábado, 1 de octubre de 2011

La escuela de locutores

Como todas aquellas de fines del siglo XIX, la casa fue de las que los tatarabuelos llamaban chorizo, de característica fachada del renacimiento italiano. Ventanas enrejadas y puerta cancel altas. Vivienda destinada a alguna familia rica, patriarcal, de la post Guerra contra la Triple Alianza.
El zaguán conectaba al patio.
La puerta principal era maciza lo mismo que las paredes; sus revoques, de barro y bosta y; su pintura, amarilla encalada. El piso, con baldonas hexagonales rojas y negras, daban al sitio un aire aristocrático.
En el patio todavía estaba el aljibe entre el alto techo del corredor y la intemperie. Un caño de hojalata descendido de hacia las tejavanas que, con cada lluvia, dejaban correr, abundante, el agua a las profundidades de la cisterna.
El patio interior, rodeado con altos muros de las casas vecinas, habría lucido con las mejores plantas ornamentales de la época y, el tórrido verano tuvo que haber sido aplacado con su extensa y alta parralera, cuyos pilares se negaban al derrumbe con el paso de los años.
En esta casona antigua de la esquina de las calles Montevideo y Oliva, en la capital, funcionaba la Escuela de Locución y Arte Escénico, “Roque Centurión Miranda” que la adaptó para este fin la Municipalidad de la capital.
La que tuvo que haber sido la sala de aquellas familias patricias se convirtió en la dirección de la Escuela; los dormitorios, en aulas. En el fondo del patio se montó un escenario donde se presentaban los nuevos actores y actrices al término del año lectivo.
Los jóvenes que soñábamos ser locutores como los grandes de la época – 1972 – debíamos anotarnos en dicho centro de formación artística y vocacional.
Simón Nicolás Casola, el del traje azul y desgastado, del pelo lacio y rubio, del cigarrillo entre los dedos, el locutor de la entonces prestigiosa Radio Guaraní, fue nuestro profesor de locución.
Un gran maestro que ante nuestros ojos de jóvenes aspirantes a ganar un espacio en la cabina de locutores fue un astro, intensamente brillante, de la radiofonía nacional.
Nos enseñaba impostación de voz, a engolarla; técnicas varias de lectura, cómo leer una glosa, un aviso comercial; nos llevó, en fin, hacia el verbo profesional, tembloroso primero; firme y llano, después, con el que forjaríamos nuestros respectivos futuros.
Copiaba los avisos comerciales leídos en la radio y que todos escuchábamos. Esos textos leíamos en clase, en voz alta acicateados por la fantasía de sentirnos ya locutores de radio.
Él nos escuchaba y nos orientaba. “Module la voz, expréselo con calma, enfatice esa oración, sienta lo que está leyendo”, iba orientando en frases sueltas y contundentes en el aula atestada y poco iluminada.
El primer día de clase fue memorable.
El profesor Casola preguntó a cada uno de nosotros la razón que nos trajo aquí ¿Para qué quieren ser locutores de radio? fue al cuerpo.
Unos dijimos que para ganar dinero, otros que para ser famosos y Milciádes Quintero, un rubio enorme, alto, de cara cuadrada, recorte cepillo con facha de boxeador peso pesado, no dudó para contestar que él asistía a la Escuela de Locutores para trabajar en La Voz de la Organización de los Estados Americanos (OEA).
- ¿Cómo dice? – inquirió Casola, con la madura parsimonia del maestro.
- Para trabajar en la Voz de la Organización de los Estados Americanos, desde Washington D. C.
Desde luego, todos nos echamos a reír.
Quintero, tras pasear su mirada en los rostros de la sala, insistió con que en menos de dos años él sería escuchado en Paraguay desde los Estados Unidos hablando en una radio. No le creímos.
Al año siguiente ya no asistió a clase, ya no estaba en Paraguay, había viajado al país del norte y poco tiempo después, efectivamente, lo estábamos escuchando desde aquel país. Con el tiempo se convertiría en un importante referente en la radiofonía norteamericana.
Otro compañero de clase, Víctor Alderete, también había viajado a los Estados Unidos y se había integrado a Radio Martí donde trabajó durante largo tiempo. Precisamente con Víctor Alderete, Carlos Sánchez Martínez y yo comenzamos haciendo radio en junio de 1972 cuando, convocados por un locutor jovencito y muy escuchado por entonces, Miguel Ángel Argüello, salimos a ser “movileros” los sábados a la tarde. Ya les contaré en otras páginas.
Carlos Sánchez Martínez (Jhonny Sánchez) fue a trabajar en la radio de César Saccarello en San Juan Bautista por donde formó familia y se radicó.
Una jovencita veinteañera, núbil, hermosa y de minifaldas, era nuestra profesora de declamación y dialéctica. Sus atractivos nos hacían los más puntuales para sus clases. Sería absurdo negar que los varones nos disputábamos las primeras filas para estar más cerca de la encantadora profesora.
Ya para esa época, ella tenía su camino recorrido en el teatro nacional. Para cuando se publica estas líneas, ella es Directora del Teatro Municipal, Clotilde Cabral.
Tuvimos la suerte de contar con la escritora Josefina Pla como profesora de literatura. También en el bachillerato la tuve como tal. En esto de aprender de ella yo gané por partida doble. Era muy seria y sabía demasiado no solo de literatura sino de historia de teatro, historia griega, filosofía, gramática, castellano, como para desperdiciar sus clases.
Aspirantes a locutores y a actores (y locutoras y actrices, claro) estábamos en la misma clase donde hacíamos práctica de teatro, inclusive. En las periódicas “presentaciones de gala”, entendidas como partes de los exámenes parciales y finales, la “platea” estaba conformada por la directora de la institución, nosotros y los de los cursos superiores (segundo y tercero), todos en la salita de clase, apretados.
Aquel año, 1972, cursaban el segundo curso de Locución y Arte Escénico Manuel Cuenca y José Tomás Cabriza y; Ángel Antonio Gini Jara andaba por el tercer curso.
María Elena Sachero nos enseñaba teatro puro y duro. Otro profesor teatrero nuestro fue Victorino Báez Irala, un señor alto, flaco, correcto, un caballero.
Aquella casona ya no está. Allí fue construido un edificio alto de oficinas que, también, de a poco se está volviendo viejo. La escuela fue trasladada sobre la calle Mariscal Estigarribia casi Curupayty y cuya dirección estaría, poco después, a cargo del flamante egresado de la misma institución, José Tomás Cabriza Salvioni, epígono de aquellos maestros que ya se marcharon.
(foto: Fotolia.com)