Con esto de las redes y los teléfonos celulares con cámaras
tengo la impresión que el negocio de las revistas pornos ha terminado o, al
menos, está camino de su extinción, ¿o estoy equivocado?; recuerdo la revista “Luz” de aquellos tiempos, de hasta la
década de 1970, que teníamos prohibidísimos que nosotros, los adolescentes,
tengamos que andar bicheando en secreto ¿Y qué me dicen de aquella película “Helga”, que mostraba todito cómo y,
sobre todo, por donde nace el bebé?
Aquello sí que era de escándalos.
De los besitos mimí en las parejas del cine pasaron a
aquellos besos profundos con las manos pokoví de los actores por debajo del
saivÿ de las actrices, cuando las mamás tomasitas gritaban y procuraban en la
platea que su hija no vea y el novio letrado se fregaba las manos en medio de
las desventuras acarreadas por la vergüenza colectiva en la penumbra de la sala.
Nunca me voy a olvidar de aquella compañera mía del sexto
grado que llevó la revista “Luz” a la
escuela y nos mostró. Ore tavyta. Recuerdo
que la maestra pilló y le hizo llamar a su mamá a quién le dijo que su hija “es demasiado zafada” y que así las
cosas capaz que sea una “mujer perdida
que andará muy pronto por las calles por su cabeza”.
En aquellos últimos grados de la escuela y el básico del
colegio (del primero al tercer curso) nuestras máximas manifestaciones de
rebeldía contra el pudor era escribir en los bancos y los baños el legendario
como criollo grafitis: “108” y “108 puto”
con lo que exteriorizábamos todo el lívido permitido por aquella sociedad
católica, introvertida, reprimida y pudorosa.
Eran tiempos de un lujo urbano, la existencia de los
yuyales, el motel de aquellos tiempos. Años en que se decía que los niños
venían de Paris, cuando en realidad venían de los yuyales; época en que se
decía que el bebé era traído por la cigüeña cuando que la tarea estaba a cargo
de la partera del barrio y que se nacía en una palangana, cosa de no creer hoy
en día.
Bueno, les decía, los yuyales eran abundantes en todas
partes y, por tanto, sucedáneos de los actuales moteles con aire acondicionado,
teléfonos internos, piletas jacuzzi y toda esa onda de modernidad que hace que
el servicio sea más caro.
Les voy a hablar del primer motel: a lo mejor no estamos lejos de afirmar que
fuera aquella regenteada por un chileno y por muchos años en la casa que mi
cuñado le alquiló en Perú y Azara. Claro, por aquellos tiempos esa esquina era
una verdadera lejanía por lo que entraba en el rango de “sitio discreto” para los encuentros furtivos. El local tenía
sendos portones sobre las calles mencionadas. Como en la época lo de autos era
cosa de ricos, las parejitas, ñembotavy
hapeite, pues, se metían a pie en
el motel hasta que volvían a salir caminando nomás. Total, nadie les veía en
esos desérticos arrabales asuncenos.
Después, cuando la modernidad y, sobre todo, las necesidades
de las parejas se volvieron más fogosas, abiertas y exigentes, los moteles fueron hacia el “monte”, a Lambaré, hacia Itá Enramada,
donde, entonces, el diablo perdió el poncho. Allí surgió lo máximo en hoteles
alcahuetes: “Los pinos” que se
habilitó con una inauguración de aquellos a puro champan con invitados fifí. A
partir de ahí el negocio fue cada vez más floreciente, excepto aquellos tiempos
de González Machi, de cuando todo se vino abajo.
De cómo era la cuestión antes de esa época de mi
adolescencia les voy a deber. Solo me imagino cuan difícil habrá sido visto y
considerando que las mujeres tenían unas ropas que le llegaban hasta la rodilla
y sus ropas interiores se aseguraban con hilo de ferretería, una cosa de locos,
pero, en fin, así era la moda y ésta, dicen, no incomoda. Dicen que algo de
esto se relata en esa polca de Teodoro S. Mongelós, “Cha jazmín”, la primera música paraguaya porno. Pero esta
historia, que no es inédita, les voy a contar en otra oportunidad.
Vuelvo a la película “Helga”.
Era de origen alemán si mal no recuerdo. Lo vi en el Cine Terraza Estragó de
Fernando de la Mora; todo un drama. Yo andaba por los 18 años cuando tuve
permiso para ir a ver la película. Era una purete. Se veía cómo y por donde
nacían los bebés, ¡escándalo total! Esta película de corte científico-médico
pero ¿cómo eso metemos en la cabeza de nuestros padres de entonces, y al pa´i Arriola que desde el púlpito mandó
al diablo a doña María Estragó, la dueña del cine, y no saben la cara larga que
ponían las directoras y las maestras de las escuelas República Dominicana y
Pitiantuta, para quiénes la película era pornográfico por donde se lo mire?
Y, repito, la revista “Luz”,
que trabaja artículos sobre profilaxis sexuales, enfermedades de los órganos
reproductores, etc., era una revista porno para todo el mundo y ¿quién les
quitaba de la cabeza?; es que eran años
en que las mujeres iban a oír misa con el velo puesto en la cabeza y sus titís estaban tan tapados que habrían
sido tiempos difíciles para esas enclaustradas partes del cuerpo femenino.
Digo que hoy las redes sustituyeron a todos aquellos
encantos ocultos de la sociedad santularia. Hoy los chicos con una celu toman
las fotos que quieran, de la gente que quieran, y de sus partes que quieran y,
luego, como si nada, envían por chat las fotos a sus amigos con un textito
corto como “esta es mi novia”, “este es de mi novio” y lindezas por el estilo.
Antes se compraban las revistas pornográficas y supongo que
sus editores habrán amasado fortunas; ahora, pienso, ya no. La pornografía está
en el ejercicio de la libertad de chicos y chicas (¡Ñandejara!, parece que ya va a llegar el fin del mundo) así como
ellos entienden y ya no necesitan de aipó
revista “Luz” mbaembo para ver, tan
siquiera de manera insinuada, las partes íntimas de varones y mujeres. En
Internet está toda la oferta que se imagine y no se imagine por lo que, digo,
pornografías eran las de mi época, de esas prohibidísimas, de revistas en
blanco y negro más ajadas que un guaraní pueblero de tanto andar de mano en
mano entre los varones contemporáneos, pero así y todo no éramos zafados.