En los días de lluvia, en aquellos últimos años de la década de 1950, nos fascinaba escapar de nuestros padres e ir hasta el raudal que corrían en las culebreantes canales que fueron abriéndose, naturalmente, a fuerza de la suma de torrenciales lluvias.
Las ideas de llegar a ellas eran dos: caminar por esos virtuales arroyos y; represar sus aguas sucias con barro, cascotes, ramas verdes, latas, palos secos, bosta de vaca y cuantos objetos estén a nuestro alcance para que, finalmente, liberemos el agua y se escurra hacia los bajos hasta desembocar en el arroyo Pasopé, mientras un enorme arco iris adorna el cielo guaireño.
Esas lluvias que bañaban las escarpadas faldas del cerro Ybytyruzú y sus lejanos llanos por donde decidió quedar la viajera Villarrica, retornan a nuestra memoria cuando se desatan las intensas lluvias sobre el microcentro de Ciudad del Este.
Cuando las ventas se han reducido, como en los últimos tiempos, y llueve, los “mesiteros” no tienen más opción que bajar todas las carpas de plástico, resguardar con otras las mercaderías expuestas en las precarias mesas y aguardar con paciencia que termine de llover.
Entre tanto, no tienen otra sino entretenerse mirando correr el agua sobre el asfalto hacia la próxima boca del alcantarillado.
Pocos caminantes bajo la lluvia intensa. Unos pocos “sacoleiros” buscan llegar hasta la parada del bus que les llevará hasta algún hotelucho de Foz de Yguazú, agazapados, apresuran la marcha.
Los “pancheros” se resguardan como puedan, junto a sus agujereados y frágiles carros - cocinas.
Los taxistas se encierran en sus autos de vidrios apañados.
Los vendedores, que conservadoras de por medio, ofertan gaseosas y cervezas brasileñas en latas, sencillamente te borraron de la calle, lo mismo que las chiperas, los quinieleros y los limpiadores de parabrisas de las esquinas con semáforos.
Llueve a cántaros en Ciudad del Este.
Unos niños de la calle, caminan en las veredas empapadas, manifestando travesuras en los cuencos camineros con aguas acumuladas. Sus sucias remeras con leyendas políticas de las últimas elecciones municipales y sus rotosos pantaloncitos se pegan a la piel, con días sin bañar.
Se dirigen hacia cualquier parte, hacia donde les lleve sus flacas piernas y sus pies descalzos; hacia donde pidan un bocado cuando sus pancitas reclaman o, se apoderen de algún objeto ligero, inspirados en sus incorregibles biscacherías.
Están mojados como pollitos.
Las calles de la capital departamental hacen un alto mientras llueve; mientras la tormenta eléctrica suspende el servicio de energía en la ciudad y; el viento furioso se hace oír entre las rendijas de la casa.
Desde lo alto del departamento no veo, por la intensa lluvia, los árboles de la avenida Madama Linch, y mucho menos, los de las alturas del Área Uno, el elegante barrio de las cercanías al Lago de la República.
Otra lluvia sobre la nueva ciudad. Como las que son capaces de suspender sus actividades comerciales; como las que motivan las ocurrencias de los niños de la calle; como las de Villarrica de aquellos últimos años de la década de 1950.
Las ideas de llegar a ellas eran dos: caminar por esos virtuales arroyos y; represar sus aguas sucias con barro, cascotes, ramas verdes, latas, palos secos, bosta de vaca y cuantos objetos estén a nuestro alcance para que, finalmente, liberemos el agua y se escurra hacia los bajos hasta desembocar en el arroyo Pasopé, mientras un enorme arco iris adorna el cielo guaireño.
Esas lluvias que bañaban las escarpadas faldas del cerro Ybytyruzú y sus lejanos llanos por donde decidió quedar la viajera Villarrica, retornan a nuestra memoria cuando se desatan las intensas lluvias sobre el microcentro de Ciudad del Este.
Cuando las ventas se han reducido, como en los últimos tiempos, y llueve, los “mesiteros” no tienen más opción que bajar todas las carpas de plástico, resguardar con otras las mercaderías expuestas en las precarias mesas y aguardar con paciencia que termine de llover.
Entre tanto, no tienen otra sino entretenerse mirando correr el agua sobre el asfalto hacia la próxima boca del alcantarillado.
Pocos caminantes bajo la lluvia intensa. Unos pocos “sacoleiros” buscan llegar hasta la parada del bus que les llevará hasta algún hotelucho de Foz de Yguazú, agazapados, apresuran la marcha.
Los “pancheros” se resguardan como puedan, junto a sus agujereados y frágiles carros - cocinas.
Los taxistas se encierran en sus autos de vidrios apañados.
Los vendedores, que conservadoras de por medio, ofertan gaseosas y cervezas brasileñas en latas, sencillamente te borraron de la calle, lo mismo que las chiperas, los quinieleros y los limpiadores de parabrisas de las esquinas con semáforos.
Llueve a cántaros en Ciudad del Este.
Unos niños de la calle, caminan en las veredas empapadas, manifestando travesuras en los cuencos camineros con aguas acumuladas. Sus sucias remeras con leyendas políticas de las últimas elecciones municipales y sus rotosos pantaloncitos se pegan a la piel, con días sin bañar.
Se dirigen hacia cualquier parte, hacia donde les lleve sus flacas piernas y sus pies descalzos; hacia donde pidan un bocado cuando sus pancitas reclaman o, se apoderen de algún objeto ligero, inspirados en sus incorregibles biscacherías.
Están mojados como pollitos.
Las calles de la capital departamental hacen un alto mientras llueve; mientras la tormenta eléctrica suspende el servicio de energía en la ciudad y; el viento furioso se hace oír entre las rendijas de la casa.
Desde lo alto del departamento no veo, por la intensa lluvia, los árboles de la avenida Madama Linch, y mucho menos, los de las alturas del Área Uno, el elegante barrio de las cercanías al Lago de la República.
Otra lluvia sobre la nueva ciudad. Como las que son capaces de suspender sus actividades comerciales; como las que motivan las ocurrencias de los niños de la calle; como las de Villarrica de aquellos últimos años de la década de 1950.
FUENTE: Martínez Cuevas, Efraín, “Crónicas de la misma ciudad”, Editora Ricor, Asunción, 2002, pp. 77/79.