Hay señales que marcan el final del camino. Cuando la gente nos trata de "señor" con matemática insistencia, no es porque seamos nobles, decorosos ni que tengamos algo que nos hacen sus dueños. Es algo más que por eso: nos hemos vuelto irremediablemente mayores.
Cuando un joven nos ofrece el asiento no nos pongamos a dar pataletas. Basta con reconocer que a ese amable menor inspiramos ternura, aunque muchos a lo mejor nos tienen lástima.
Pero hay señales todavía más violentas: cuando alguien le ofrece el asiento y le toma del brazo va a tener que pensar seria y serenamente de que ya no hay remedio, usted se recibió de un adulto, con todos los honores del jubilado.
Y todavía hay más: si todo el mundo se queja contra el calor y usted anda con ese viejo tapado que usaba cuando todavía el pasaje en los ómnibus costaba 5 guaraníes y en Radio Comuneros actuaba el Cuarteto Leo, asuma su papel de abuelo en los límites del chocheo.
Pasamos a ser mayores cuando nos ocupamos de hablar de nuestros mareos, nuestras pastillas y de nuestros doctores.
Nos recibimos de viejos y argelados cuando insistimos con eso de "recuerdo antes", "cuando yo era joven", "esta juventud está descarriada".
Cuando los calvos nos aferramos a nuestros últimos cabellos escondidos detrás de nuestras orejas - que, a propósito, se empiezan a agrandar curiosamente - los alargamos para estirarlos hacia el otro lado, no sólo estamos viejos sino, sobre todo, ridículos.
Hay señales en la vida que marcan el final del camino. Y los tendríamos que tomar con soda si queremos ser felices. "Acepta con cariño el consejo de los años, renunciando con elegancia a las cosas de la juventud", escuchamos en Desiderata. Esas primeras señales, en verdad, nos conducen a un estado de bondad que nos permite la felicidad.
Hace mucho tiempo Platón decía que la vejez es un estado de reposo y de libertad respecto a los sentidos. "Cuando la violencia de las pasiones - afirmaba - se ha relajado y se ha amortiguado su fuego, se ve uno libre".
Creo que Augusto Roa Bastos estuve un poco bajoneado cuando escribió en "Madama Sui" que "llega un año en que el hombre se arruina de golpe. El espíritu no se apaga, pero hay que alimentar su fuego con otra leña. Y ya no tengo laureles para cortar". Yo creo que la misma madurez es leña para alimentar ese fuego.
Creo que esto de ser mayores nos lleva a alimentar prejuicios, como que se es enclenque, un trasto viejo e inútil, sin pensar que los ochenta años todavía podemos destilar gallardías brotadas de la sabiduría adquirida y no tanto de la tersura de la piel.
Me parece que si deseamos ser felices debemos liberarnos del pesado e innecesario equipaje lleno de prejuicios.
Doris Lessing, Premio Nobel de Literatura 2007, decía a un periodista que no podía explicarle cómo es una persona en la ancianidad, que para entender se debe llegar a esa posta de la vida. Y ella dice que es muy feliz con sus ochenta y largos años, lo que debiera alentarnos a los que cruzamos los cincuenta años y despreocuparnos porque un joven nos ofrezca, amablemente, el asiento o que nos tomen del brazo para cruzar la calle.
A partir de aquí debiéramos relajarnos y gozar. Creo que el último tramo del camino es mucho más divertido de lo que nos quieren hacer creer los pesimistas.
Además y a los postres, ¿quién nos quita lo bailado?
Cuando un joven nos ofrece el asiento no nos pongamos a dar pataletas. Basta con reconocer que a ese amable menor inspiramos ternura, aunque muchos a lo mejor nos tienen lástima.
Pero hay señales todavía más violentas: cuando alguien le ofrece el asiento y le toma del brazo va a tener que pensar seria y serenamente de que ya no hay remedio, usted se recibió de un adulto, con todos los honores del jubilado.
Y todavía hay más: si todo el mundo se queja contra el calor y usted anda con ese viejo tapado que usaba cuando todavía el pasaje en los ómnibus costaba 5 guaraníes y en Radio Comuneros actuaba el Cuarteto Leo, asuma su papel de abuelo en los límites del chocheo.
Pasamos a ser mayores cuando nos ocupamos de hablar de nuestros mareos, nuestras pastillas y de nuestros doctores.
Nos recibimos de viejos y argelados cuando insistimos con eso de "recuerdo antes", "cuando yo era joven", "esta juventud está descarriada".
Cuando los calvos nos aferramos a nuestros últimos cabellos escondidos detrás de nuestras orejas - que, a propósito, se empiezan a agrandar curiosamente - los alargamos para estirarlos hacia el otro lado, no sólo estamos viejos sino, sobre todo, ridículos.
Hay señales en la vida que marcan el final del camino. Y los tendríamos que tomar con soda si queremos ser felices. "Acepta con cariño el consejo de los años, renunciando con elegancia a las cosas de la juventud", escuchamos en Desiderata. Esas primeras señales, en verdad, nos conducen a un estado de bondad que nos permite la felicidad.
Hace mucho tiempo Platón decía que la vejez es un estado de reposo y de libertad respecto a los sentidos. "Cuando la violencia de las pasiones - afirmaba - se ha relajado y se ha amortiguado su fuego, se ve uno libre".
Creo que Augusto Roa Bastos estuve un poco bajoneado cuando escribió en "Madama Sui" que "llega un año en que el hombre se arruina de golpe. El espíritu no se apaga, pero hay que alimentar su fuego con otra leña. Y ya no tengo laureles para cortar". Yo creo que la misma madurez es leña para alimentar ese fuego.
Creo que esto de ser mayores nos lleva a alimentar prejuicios, como que se es enclenque, un trasto viejo e inútil, sin pensar que los ochenta años todavía podemos destilar gallardías brotadas de la sabiduría adquirida y no tanto de la tersura de la piel.
Me parece que si deseamos ser felices debemos liberarnos del pesado e innecesario equipaje lleno de prejuicios.
Doris Lessing, Premio Nobel de Literatura 2007, decía a un periodista que no podía explicarle cómo es una persona en la ancianidad, que para entender se debe llegar a esa posta de la vida. Y ella dice que es muy feliz con sus ochenta y largos años, lo que debiera alentarnos a los que cruzamos los cincuenta años y despreocuparnos porque un joven nos ofrezca, amablemente, el asiento o que nos tomen del brazo para cruzar la calle.
A partir de aquí debiéramos relajarnos y gozar. Creo que el último tramo del camino es mucho más divertido de lo que nos quieren hacer creer los pesimistas.
Además y a los postres, ¿quién nos quita lo bailado?