- No hay de qué preocuparse, Vicente viajó a Villarrica para atender a un paciente y volverá si no esta noche, mañana a horas tempranas, de modo que estaremos tranquilos.
- ¿Segura?
- Sí.
Inocencia toma de la mano a su primo, Jacinto Vera, en la puerta principal de la casa. Él ingresa con recelo. Ella tiene el pelo suelto cubriéndola los hombros y, otro poco, el pecho escondido debajo de la conminación de seda y encaje. Sonríe y ante esa majestuosa gracia el hombre se deja llevar en medio de su confusión y asombro.
- No tengas miedo…
En la sala de la casa, tomó las manos de él y las ubica sobre sus caderas, ella rodea con sus brazos el cuello del joven, mientras arrima su boca a la de él. Su perfume y su mentolado aliento excitan al varón, así como cuando en diciembre cosechaban las frutas completamente maduras él se fijara en sus muslos blancos.
- ¿Te acuerdas aquella vez en la chacra? – pregunta ella mientras menea la cintura rozando a la piernas de él.
- Sí.
- ¿Y de tu fugaz mirada ahí donde no podías ver sino aquella vez y ahora?
El hombre, sorprendido, no contesta.
- ¿Me deseabas?
- Sí, sí, claro...
- ¿Querías acariciarme?
- Sí.
- Te notaba en la finca con ganas de tocarme aquí – ella toma la mano derecha de él y la deja deposita sobre su muslo izquierdo. Ahora te dejo que lo acaricies a tu gusto, sin retaceos ni condiciones ¿te gusta?, ¿quieres verlo?, mira, acaricia, sé atrevido conmigo, libera tu libido. Voy a ser tuya. Seré la muñeca con la que hagas tus ocurrencias. Seré tu montura. Tu almohada. Tu kamasutra. Tu exacta postura. Hoy seré todas tus fantasías. Serás mi lingam y; yo, tu yoni, seremos un completo yab-yum como desea y enseña el Shivá de los hindúes.
Unas medias de nylon color carne llegaban hasta mucho más arriba de las rodillas donde se sujetaban con sendas bandas elásticas. Al tacto eran suaves, excitantes, sugerentes y provocadoras.
El hombre no pudo contenerse, ella tampoco, se entregaron a un profundo y apasionado beso. Desliza ambas manos por debajo de la seda y los encajes de la prenda y ella permite que él se manifieste como el macho que esperaba. Los muslos se abrazan, se oprimen. Acaricia sus vellos húmedos, ella se corcovea y se enrosca al cuerpo de él, quién pronuncia algunas palabras soeces y malsonantes provocadas por su excitación y se dispone a desprenderse el cinto y los botones del pantalón.
- Aquí, no – murmura ella.
Le toma de la mano y lo lleva al dormitorio de la vivienda donde se tumban a la cama quedando ella atrapada bajo él. La emoción escarabajea en los genitales de ambos. Ella y él, en magistral osadía, practican el sexo demorado y que esperaron durante tantos años. Sienten como si tuvieran alas; él se sacude como potro; ella, epicúrea, gime, grita y llora como una gata en celo sobre el tejado.
Ella retiene con fuerza al hombre dentro de ella; luego, en hábil movimiento levanta las dos piernas sobre los hombros musculosos y sudorosos de él. Minutos después él se posiciona sobre la mujer con las piernas de ésta sobre su estómago en otra ardiente posición.
Inocencia se siente observada por aquellas amigas de la cosecha de sandías y melones y una de ellas retira hasta con cierta violencia la ropa que la tenía levantada hasta la cintura. No se incomoda. Escuchan reír a las otras jovencitas contagiadas por el éxtasis. Jacinto bocea como un chúcaro caliente mientras la penetra incansable, inclemente.
Las hermanas Petrona y Estela Benítez, cariátides morenas, completamente desnudas y descalzas, paradas junto a la cama con sendas bandejas en las manos; en una, una botella de champan y dos copas y; en la otra, una jarra de plata con bordes de oro con agua fresca y dos vasos, escrutan el intenso protagonismo de la pareja también desnuda. Ellas esperan, pacientes, que la sesión termine o continúe sin fin.
Inocencia y Jacinto, insaciables, piden una y otra vez más y más sexo en esa que no parecía una cama sino un colchón de nubes rodeada de paredes donde se hallan incrustados miles de ojos cerrados y; el techo, como un cielo lleno de estrellas por donde millones de caballos alados integraban una recua sideral galopando entre los soles, la luna y los planetas como nunca jamás había experimentado a lo largo de su vida ni en Buena Vista ni en Asunción.
Juanchí, desde un caballo blanco, observaba a la pareja, paleto, ceñudo, medio sonriente, como desde el trono de Mefistófeles. En determinados momentos el atabaleo del montado interrumpía a la mujer sin dejarla concentrarse en la armonía y el placer del vaivén de sus cuerpos almizclados y salitrosos.
No importa que miren ni que no miren, ni que ambos sean primos, ni que Petrona se haya gustado de él, ni que Juanchí observe, ni que ella ya se haya dado todos los orgasmos que deseaba en este encuentro ni que estén empapados unos de otros. Ella monta sobre la rigidez del primo cuyas manos se posan firmes en su cintura de hembra poseída. Se sienten únicos en el cosmos.
Huelen a sexo y quieren más. Ya no están ni Petrona ni Estela, solo Sebastián Cárdenas vestido con una sotana roja. Ahí ella, como en un paréntesis, en su inocencia edénicas provocando éxtasis en el inesperado visitante. Ella, asustada, trata de cubrirse con la sábana pero no encuentra sino la pollera que vestía cuando cosechaban las frutas y, el poncho de Plutarco Coronel hecho jirones y manchado de sangre.
Jacinto toma un puñal y se dispone a defender a la mujer; Sebastián, ya desnudo y con un tridente de hierro en la mano derecha procura despanzurrar a aquel quién logró vestir una bata color vino que había sobre una silla pequeña. Inocencia bebe una copa de champan y un vaso de agua. Siente que los dos hombres la atrapan y que ambos la someten a un sexo inesperado, degenerado y gustoso para ella.
Ambos eran fuertes, brutales, jactanciosos, altaneros como Juanchí en la fiesta patronal de San Vicente Ferrer. Olían a hacheros después de una intensa jornada en el bosque tumbando árboles. No, ella se percata que no son ni Sebastián ni Jacinto sino Juanchí en persona quién la posee en ese extraño y agitado trémolo de deseos en el cual se había dejado atrapar por propio gusto. Sentía la lengua melindrosa de él invadiendo su boca en orgía salvaje de apasionados orgasmos imposibles de contabilizar.
El atrevido jinete extendió la mano hacia uno de sus senos justo cuando escucha llegar a Vicente de su viaje a Villarrica, por lo que ella, con violencia, apartó la mano de Juanchí tirando incluso al piso el vaso de agua que había sobre la mesita de luz.
Abre los ojos y observa hacia la ventana. Está amaneciendo. Los gorriones anidados en el alero de la casa empiezan a piar; hay completa calma en el dormitorio, la casa, en el barrio todo. Se oye a lo lejos el campaneo del primer tranvía que circula por la avenida, también los cantos lejanos y cercanos de los gallos. Observa el reloj, es hora de levantarse, se siente empapada. Extiende ambos brazos para desperezarse y bosteza largo. Reanimada por la antorcha de la razón, se levanta, recoge el albornoz de su pareja tirado en la silla y lo cuelga en una percha, va al baño se mira al espejo, sonríe, luego se da una prolongada ducha tibia. Vicente seguía dormido.