Al otro lado de los cerros, en las planicies del Guairá, extendidas hacia donde se inician los interminables montes de Caaguazú, se encuentra el pueblo que, en sus comienzos, allá por 1817, ni siquiera nombre tenía.
Un fraile franciscano, el reverendo Gregorio, se encargaría de bautizarlo con el nombre de Villa Santa María de los Dolores del Guairá para que, con el tiempo, quede con el nombre abreviado de Villa Dolores.
El lugar fue elegido por el dictador José Gaspar Rodríguez de Francia como sitio de confinamiento de los funcionarios a su cargo que no cumplían correctamente con sus deberes públicos.
Allí vivían hombres y mujeres, paraguayos y españoles todos confinados, obviamente. La población tenía prohibida salir de su éjido de unas dos leguas cuadradas. El único camino que conecta la comunidad con el resto de la nación estaba controlado por un fuerte militar. El monte, infectado de fieras, reptiles y alimañas varias, se encarga de los demás flancos.
Sus habitantes están allí por coimeros, algunos; otros, por desatender el mostrador aduanero en los puertos de Asunción y Santa María de la Encarnación, al sur. Varios sufren condena por intentar quedarse con alguna parte de la recaudación fiscal. Hay condenados por complicidad con ladrones de ganado de las estancias de la patria.
Unas quince maestras de escuelas públicas que no asistían con regularidad a clase o que enseñaban con deficiencia intelectual también fueron condenadas por el Dictador Perpetuo a pasar algún buen tiempo en el alejado paraje.
Quién intentare burlar los bienes de la República será condenado al dolor, insertaba, de puño y letra, al pié de sus decretos condenatorios.
A medida que se sumaban las chozas, constituidas por los mismos castigados, adoptaría el nombre de Villa Dolores tal vez en alusión a la última frase de los decretos del Dictador.
El reverendo Gregorio, hijo de judíos y recibido en el seminario de Buenos Aires, arribó al Paraguay en los inicios de la década de 1820 pidiendo permiso a Francia para atender a los confinados en el Guairá.
Con la autorización concedida llegó una tarde al lomo de su caballo alazán, empezando a construir su choza al día siguiente luego de un merecido descanso y de haber conversado con algunos pobladores.
El montado del franciscano fue admirado por los hombres que esa noche, en torno a una fogata prepara para asar un venado, supieron que lo trasladó desde Buenos Aires y que se llama Conversión.
Se trataba de un caballo robusto, alto y de color más o menos rojo canela, que en la primera semana del cura en la villa pastó en el extenso potrero donde había una decena de vacas lecheras de los condenados.
La primera vez que el religioso lo montó, después de varios días de descanso, provocó en Juan Carlos de la Herrería, ex empleado de Aduanas, el deseo de hacer lo mismo.
- ¿Me dejaría, padre, cabalgar unos cientos de yardas en ese hermoso alazán? - preguntó.- Claro, m´hijo. Venga, tome la rienda.
Lo montó y se dejó llevar por el caballo, a galope lento, en la única calle del poblado.
A su retorno, junto al cura y otros que observaban con curiosidad la elegancia del equino, Conversión levantó las dos manos, giró hacia la derecha y relinchó como fastidiado y molesto. Posó las manos, se aculó y alzó el anca despidiendo, con violencia, al jinete quien terminó de bruces en la arena.
Tras la hilaridad provocada en los presentes la caída de Juan Carlos, el ex recaudador en el mercado popular, Rafael Martínez, solicitó al cura ahocajar el caballo, prometiendo que no terminará su paseo como el anterior. Tomó las riendas y, con habilidad se ubicó en la silla, galopándolo desde el principio.
Al disponerse para una segunda galopada, el montado repitió lo mismo que con el anterior jinete. Antes que atinara hacer nada, Rafael estaba en el suelo, en incómoda como ridícula posición provocando la risa de todos y hasta la burla de algunos.
Conmigo no pasará lo mismo, intervino Jesús Ferreira, quien fuera hombre de confianza del Dictador y puesto a cuidar la caja de caudales, hasta que fue sorprendido hurtando joyas de oro para obsequiar a su amante Teresa.
Deje a mi cargo, padre, dijo en lo que se convertiría en una suerte de espontánea competencia de permanencia al lomo del corcel. De un salto lo montó y galopó a lo que aguantaba el solípedo, pero en inesperado brinco el bruto lo dejó igualmente acostado, al lado de un termitero.
Desde entonces nadie atinó pedir prestado el caballo, al que solo su amo entiende, pensaron los habitantes del alejado pueblejo.
El franciscano en su homilía dominical alentaba a los doloreños a cambiar actitudes, a arrepentirse de haber hecho mal sus tareas en la función pública, a pedir perdón a Dios por lo que se hizo mal o a medias. De a poco y con paciencia los perversos pensamientos de los funcionarios públicos fueron disipándose y cada uno volvía a ser ejemplares cristianos.
El único resistido a no arrepentirse era el altanero Martínez quien en una oportunidad solicitó de nuevo montar el alazán.
- Sí, claro, m´hijito - le respondió el fraile con paternal amor.- En mi pueblo, San José, fui el mejor jinete y ahora no será este el que me quite ese mérito - respondió mientras lo montaba, con ánimo de domador de potros, ante la atenta mirada de varios pobladores que, de inmediato, formaron un medio círculo junto al cura.
Fue por el campo, volvió por la calle. A todo galope atropelló el campo comunal; trotó en torno de los presentes y extrayendo del equino su calidad ambladora. Volvió a galopar el brioso andador.
Cuando todos esperaban una feliz culminación de la cabalgata, el caballo expulsó por los aires al soberbio jinete quien terminó tendido junto a una sorprendida vaca, en pleno campo.Tras la justificada mofa de todos, solicitó Juan Carlos montar el caballo.
El ex despachante de aduanas fue, galopó, volvió y desmontó sin ninguna dificultad lo que arrancó admiración y aplausos de los asistentes, que para ese momento ya eran varios.
La gente, de inmediato, cuchicheó sobre la hazaña de Juan Carlos y no faltó quién propuso nombrarlo líder y administrador de la comunidad. Una ex maestra dijo, por el contrario, que el caballo fue coimeado por el jinete.
El padre Gregorio les sacó de las dudas:- Conversión no se lleva con los pecadores. Es como aquel caballo que también tiró a Pablo, camino a Damasco, por haber perseguido a Jesús. Ya vieron ustedes cómo se comportó con Juan Carlos, quién había perdido perdón a Dios por sus pecados.
Siempre habrá una sociedad de pecadores y un montado que se negará hacerles llegar a destino si no se arrepintiera de sus errores, omisiones o culpas, les reflexionó el religioso.
Muy pronto en Villa Dolores quedó nadie que no pudiera reinsertarse a la función pública.
El caballo falleció a los 42 años de edad y, el cura, muy anciano. Villa Dolores con el tiempo dejó de ser un presidio para convertirse en la mayor criadora de caballos de la nueva República y de donde el general Francisco Solano López se proveería de montados para la guerra, entre estos su blanco Mandyjú, contra tres países vecinos a mediados de la década de 1860. Pero esta es otra historia...