No todos saben que los restos de Albino Jara, un coronel pintón y corajudo, están en un mausoleo, en plena plaza céntrica de Luque. Están allí porque él era luqueño y porque fue un personaje de la historia paraguaya. Empedernido donjuán, conspirador hasta la muerte, elegante como un caballero inglés, audaz como muy pocos.
Fue presidente de la República en un breve periodo en la alborada del siglo XX y se lo mató por Paraguarí, en su ley, resistiendo al gobierno de entonces.
En el fondo, pareciera que a Jara lo que le apasionaba era la riña, el olor a pólvora, la sangre en el filo de la espada y las mujeres bellas. No bebía, solo aquella vez cuando, en Bonete, supo que su adversario Adolfo Riquelme fue asesinado. Si Jara era un hombre común, de la calle, hubiera sido un moquetero cualquiera.
En Santiago de Chile, cuando estudiaba en la Academia Militar, compartía la pieza de la pensión con Eugenio Alejandrino Garay. Jara, un mujeriego; Garay, un bebedor de vinos como pocos, luqueño era de invitar a las mujeres a la modesta habitación de ambos y; Garay, un despatarrado, desparramaba las botellas vacías de la bebida en todo el piso.
Un día Jara le reclamó al compañero que cuidara de no tirar botellas por todo el cuarto. "¿donde se a visto un prostíbulo sin botellas de vino?", le respondió sin asombrarse.
Un 2 de julio de 1908, Jara estaba en lo suyo: derrocaba a Benigno Ferreira de su cargo de Presidente de la República. Pero esto de hacer revoluciones, contaban los abuelos, no era cosa de otro mundo para los paraguayos. Jara siempre andaba bramando como el trueno por algún recóndito paraje al frente de sus leales. "Aipova pa ara tera pa Jara", pronunciaban al santiguarse las viejas cubiertas de mantos negros.
Sus restos están en una urna, juntos a otra con los del general Elizardo Aquino, héroe de la Guerra contra la Triple Alianza. Pero pocos visitan el sitio, ingratitud que acaso provenga del desconocimiento de la mayoría sobre el pasado de nuestros referentes.
Fue presidente de la República en un breve periodo en la alborada del siglo XX y se lo mató por Paraguarí, en su ley, resistiendo al gobierno de entonces.
En el fondo, pareciera que a Jara lo que le apasionaba era la riña, el olor a pólvora, la sangre en el filo de la espada y las mujeres bellas. No bebía, solo aquella vez cuando, en Bonete, supo que su adversario Adolfo Riquelme fue asesinado. Si Jara era un hombre común, de la calle, hubiera sido un moquetero cualquiera.
En Santiago de Chile, cuando estudiaba en la Academia Militar, compartía la pieza de la pensión con Eugenio Alejandrino Garay. Jara, un mujeriego; Garay, un bebedor de vinos como pocos, luqueño era de invitar a las mujeres a la modesta habitación de ambos y; Garay, un despatarrado, desparramaba las botellas vacías de la bebida en todo el piso.
Un día Jara le reclamó al compañero que cuidara de no tirar botellas por todo el cuarto. "¿donde se a visto un prostíbulo sin botellas de vino?", le respondió sin asombrarse.
Un 2 de julio de 1908, Jara estaba en lo suyo: derrocaba a Benigno Ferreira de su cargo de Presidente de la República. Pero esto de hacer revoluciones, contaban los abuelos, no era cosa de otro mundo para los paraguayos. Jara siempre andaba bramando como el trueno por algún recóndito paraje al frente de sus leales. "Aipova pa ara tera pa Jara", pronunciaban al santiguarse las viejas cubiertas de mantos negros.
Sus restos están en una urna, juntos a otra con los del general Elizardo Aquino, héroe de la Guerra contra la Triple Alianza. Pero pocos visitan el sitio, ingratitud que acaso provenga del desconocimiento de la mayoría sobre el pasado de nuestros referentes.