La visité y noté que ya no estaba el reloj inglés ni la pizarra donde se anunciaba el horario de llegada y salida. Después de cincuenta años volví a caminar por su viejo corredor de piedras. Sus cerradas puertas y ventanas marrones me recuerdan que aquel tiempo ya es muy lejano, apenas para zurearlo en medio de nostalgias.
Definitivamente ya no hay señoras y señoritas emperifolladas y vestidas con elegancia esperando abordar la primera clase; ni carumbés coloridos aguardando viajeros para distribuirlos por los barrios de la ciudad; ni cagajones de sus caballos, ni serviciales zagales.
Ña Ramona, la alojera; don Pichí, el carumbecero; Samuelito, el mellado lustrabotas y; Petrona, la chipera, ya no ocupan sus lugares hacia las tapias de la antigua terminal. Tampoco esta el paleto alcalde Rojas, el del talabarte del cual colgaban sable y revolver, el de los bruñidos botones.
¿donde estará el cogitranco Pablo, personaje infaltable de la estación, vendedor de chapuzas? Ya no hay algaradas, ni correveidiles, ni señores con chisteras, trajes oscuros y relojes con cadenas de oro, de bolsillo, aguardando parentelas de fina alcurnia.
Fui y miré.
El tiempo se había escapado de mis manos. Ya no hay vagones, ni locomotora, ni olores a alquitrán y leña quemada al mediodía junto al ingenio azucarero. Allí está, en soledad, la estación, dicotomía del tiempo. Vi el domingo lo que quedó de aquel lugar villarriqueño. Es una casa desamparada pintada de marrón y cetrino. Las nereidas guaireñas ya no esperan bajo sus altos techos a amado alguno.
En las cercanías, una parrillada deja escapar vedijas de truculentos costillares.
Y yo tampoco quise seguir estando entre esas quincallas, guarida de lánguidas tolvaneras alentadas por este norte agostero.
Definitivamente ya no hay señoras y señoritas emperifolladas y vestidas con elegancia esperando abordar la primera clase; ni carumbés coloridos aguardando viajeros para distribuirlos por los barrios de la ciudad; ni cagajones de sus caballos, ni serviciales zagales.
Ña Ramona, la alojera; don Pichí, el carumbecero; Samuelito, el mellado lustrabotas y; Petrona, la chipera, ya no ocupan sus lugares hacia las tapias de la antigua terminal. Tampoco esta el paleto alcalde Rojas, el del talabarte del cual colgaban sable y revolver, el de los bruñidos botones.
¿donde estará el cogitranco Pablo, personaje infaltable de la estación, vendedor de chapuzas? Ya no hay algaradas, ni correveidiles, ni señores con chisteras, trajes oscuros y relojes con cadenas de oro, de bolsillo, aguardando parentelas de fina alcurnia.
Fui y miré.
El tiempo se había escapado de mis manos. Ya no hay vagones, ni locomotora, ni olores a alquitrán y leña quemada al mediodía junto al ingenio azucarero. Allí está, en soledad, la estación, dicotomía del tiempo. Vi el domingo lo que quedó de aquel lugar villarriqueño. Es una casa desamparada pintada de marrón y cetrino. Las nereidas guaireñas ya no esperan bajo sus altos techos a amado alguno.
En las cercanías, una parrillada deja escapar vedijas de truculentos costillares.
Y yo tampoco quise seguir estando entre esas quincallas, guarida de lánguidas tolvaneras alentadas por este norte agostero.