Se llamaba “ómnibus” o directamente “camión”. Era el
transporte popular; al pituco lo llamaban “micro” o, más urbano, “taxi
colectivo”. En el ómnibus se pagaba 5 guaraníes por cada viaje; en los micros,
10. Por aquellos años de principios de la década de 1960 los niños cedíamos el
asiento a los mayores; los caballeros, atentos como eran, ofrecían sus sitios a
las damas. Caballeros eran los de antes.
Los ómnibus eran con carrocerías de madera. Don Acosta, el
carpintero que vivía a la vuelta de casa, también las fabricaba. Todo era de
madera, desde el piso al techo. En los costados era cubierto con chapas
metálicas; el techo, con carpa pintada de verde. Las rendijas se rellenaban con
bleque.
Tiempos gloriosos de un personaje urbano que el tiempo
absorbió: el guarda, equilibrista de la estribera y toqueteador de primera de
toda colegiala; claro, el guarda la “ayudaba” a abordar atrapándola de la
cintura con el brazo derecho, mientras, firme, con la izquierda se tomaba de la
estribera produciendo el ascenso como en artístico vuelo.
Hace años que fue desalojado de la estribera donde era dueño
y señor de pasajeros y hasta del mismo conductor del transporte a quiénes
dominaba con silbidos estridentes y largos y gritos primitivos, mientras con
notable agilidad iba acomodando los billetes de cinco, diez, cincuenta y hasta
de cien guaraníes doblados, como moños,
al dedo medio de la mano izquierda.
Escucharlo invitar a los pasajeros para abordar su ómnibus
en las esquinas (todas estaban habilitadas para ese efecto, no habían “paradas
de ómnibus” como ahora, en la mitad de cuadra) era de antonomasia: “¡¡Brasil,
Herrera, Colón, Carlos Antonio López!!, vamo señoritas, señor, señora, ¡siga
nomás!”, verseaba las calles por las que iba el ómnibus y; ordenaba seguir la
marcha al conductor, respectivamente.
A la vuelta, el personaje de la estribera “cantaba” las
calles por la que retorna, por ejemplo la línea 26 con destino a Fernando de la
Mora: “¡¡Montevideo, General Díaz, Azara, Pettirossi, Zavala!! (no decía
Fernando de la Mora sino Zavala, porque hasta entonces la localidad era más
conocida por su antiguo nombre, Zavala Cué. “Ma´lante, má lante!! … passss
(pasaje)!!”, se comunicaba con los pasajeros.
El timbre casi no se usaba. El guarda se encargaba de avisar
al conductor con sonoro silbido que un pasajero descendería.
Los ómnibus eran muy limpios, el guarda se encargaba de sacudir
los asientos de polvos. “Prohibido fumar y escupir” rezaban al menos dos
carteles sobre las ventanillas. “Subir por detrás”, “Bajar por delante”,
estaban escritos en las puertas. La puerta delantera era accionada con una
manivela mecánica administrada por el conductor. En aquellos tiempos la puerta
delantera siempre estaba cerrada cuando el vehículo marchaba.
El portabultos estaba sobre el techo, al cual se ascendía
mediante una escalera que generalmente estaba al lado de la puerta delantera.
En horas pico, los pasajeros trepaban al techo del bus y, ante el lleno de las
estriberas se colgaban de la escalera.
En los ómnibus los soldaditos tenían “pase” libre (no
pagaban pasaje), ocupaban todo la parte trasera del ómnibus (en aquellos
tiempos del servicio militar obligatorio eran miles los conscriptos). Los
choferes no querían alzar a los soldaditos, la mayoría cumpliendo mandados en
las casas particulares de los oficiales superiores. Los reclutas se encargaban,
por ejemplo, de retirar la carne de los cuarteles respectivos con la cual
preparar la comida en la casa. La carnaza ubicaba en bolsitas de tela empapadas
de sangre bovina, hacia que el fondo del transporte oliera a carnicería de
mercado.
Competían con las mercaderas cuyas canastas (ayaká) cubrían
los espacios junto a la puerta trasera. En aquellos tiempos las trabajadoras de
los mercados vivían en Ysaty, Fernando de la Mora, San Lorenzo, Luque, Loma
Pyta, Luque. Los productos que ofertaban eran los de sus propias chacras y
pequeños tambos y gallineros.
Algunas eran desbocadas con el guarda quién era de subirlas
a los estirones arrojando sus canastos al piso del transporte. “¡Nde aña memby,
re yokapata ningo che ryguasu rupi´a!”, boceaba la mercadera al hombre del silbido,
quién se limitaba, irreverente, a menear la cabeza y sonreír, pícaro,
conociendo el carácter de las mercaderas, sus pasajeras de años.
Los que peinamos canas extrañamos a aquel personaje
agitador de aquella Asunción reposada de
las siestas largas. Echamos de menos aquello de cuando escupía en los dedos
pulgar é índice para dar el vuelto. El dinero quedaba mojado con la saliva. No
olvidamos el parabrisas levantado con un dispositivo dentado, de hierro, por
donde entraba el viento fresco a todo el ómnibus en los días de verano. No había acondicionador de aire que pueda
alcanzar su eficacia.
Desde luego que extrañaré la mirada del chofer a través del
retrovisor interno dirigida a las piernas de la señorita minifaldera sentada
inmediatamente detrás de él. Y también
el servicio durante las 24 horas, sobre todo los de los micros, de aquellas
unidades VW tipo Kombi.
Tiempos de cuando los niños cedíamos asiento a los mayores
y; los caballeros, a las damas…