Sarita Montiel, "la violetera", españolísima y bella.
Dos grandes mujeres, dos doñas, murieron el lunes último:
Sarita Montiel, cantante española y; Margareth Thatcher, política inglesa. Las
dos eran de peso pesado en sus respectivos campos de influencia. La humanidad
pierde a dos kuñakarai guasu, de esas que aparecen de vez en cuando en la faz
de la Tierra.
Doña muerte hizo de las suyas el lunes, convocó a “la
violetera” Sarita Montiel (nacida el 10 de marzo de 1928) y a “la dama de
hierro”, Tatcher (nacida el 13 de octubre de 1925).
Murieron dos mujeres poderosísimas.
Supongo que soy como todos, que con cada muerte reflexiono
que la vida es corta y que la muerte es segura, que en la vida actuamos tantas
veces con soberbia contra los demás como si no nos moriremos nunca.
Buenos y malos, dóciles y altaneros, católicos y no
católicos, vamos nomás luego a morirnos.
Al enterarme de la muerte de ambas personalidades de la
humanidad digo: si ellas se mueren, ¿por qué yo no voy a morir?; es que, en
medio de mi incontrolada, aunque raleada, fatuidad a veces pienso que no me voy
a morir.
Suelo visitar el cementerio de la Recoleta cada vez que
tengo un poco de tiempo. En un comentario anterior les dije que llevo flores a
la tumba de Elisa Alicia Lynch, otra gran mujer, una heroína, en el Paraguay.
Voy al cementerio para hacer cable a tierra, para recordarme que los restos
míos serán también las que ocupen un espacio de ese u otros cementerios.
Margareth Tatcher, la dama de hierro.
Cuando salgo de mis visitas al cementerio me perdono, (¡pienso y hago cada disparate!). Y más me valga morder freno para que no sufra tanto como miles que pierden a sus seres queridos, como Juan E. O´leary que en 1915 al morir Rosita, su hija, escribió “no ves, hija del alma, cómo sufro el más cruento dolor” en su poema que tituló “A mi muerta”.
Cuando salgo de mis visitas al cementerio me perdono, (¡pienso y hago cada disparate!). Y más me valga morder freno para que no sufra tanto como miles que pierden a sus seres queridos, como Juan E. O´leary que en 1915 al morir Rosita, su hija, escribió “no ves, hija del alma, cómo sufro el más cruento dolor” en su poema que tituló “A mi muerta”.
“¡Oh!, muerte, creadora de misterios!” escribió Amado Nervo
es uno de sus poemas.
Pero si no estamos preparados para el día final no hay poema
que nos contente, porque vemos a la muerte como a nuestro cuerpo metido en un
ataúd, con coronas de flores en los alrededores y velas encendidas y llantos y
nuestros dedos amarillos entrecruzados sobre la barriga endurecida y fría.
Y que después nuestros restos serán depositados entre
monumentos funerarios, al lado de otro nicho ocupado por los restos de vaya a
saber quién, cerca de algunas lápidas lisas y labradas, estatuas yacentes,
ángeles de alas caídas, palomas marmóreas, en fin. La nueva casa o
sencillamente la casa de los muertos, como la de Fedor Dostoievski. Nuestra
futura casa…
Y de todo eso tememos. Y tememos porque, a mi modo de ver,
no damos la debida importancia al Creador, a su Hijo y al Espíritu Santo. Y al
no dar importancia a esa Santísima Trinidad la muerte nos aparece como la peor
de la vida, la indeseable.
En otra oportunidad me explayaré un poco más sobre lo que
dijo Jesús: Solo la verdad os hará libres. Si supiéramos la verdad no
sufriríamos tanto con cada muerte y, menos, con la que nos espera. Pero será para la próxima.
Por ahora no dejo de sorprenderme porque dos grandes mujeres
se hayan ido sin más trámites, porque así debe ser, porque así dispuso Ña La
Muerte que no perdona a nadie.
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