Constructor de horno (foto ilustración extraído de Internet)
Don Agustín, más conocido como don Agüi, era el “tatacuacero profesional” de mi pueblo
y que por hacer bien su tarea nunca le
faltó trabajo. Sabía secreto por secreto de todo cuanto se refiera a la
construcción de hornos que, por entonces, eran imprescindibles en todas las
casas.
Todavía yo era niño cuando lo veía por Villarrica con sus cuchara,
plomada y balde de albañil dirigiéndose a algún lugar a levantar un horno más. Era
un señor retacón y extrovertido, tenía amigos por todo el barrio.
En las proximidades de la Semana Santa andaba a los trotes.
Debía reparar unos cuantos que empezaban a caerse y mucho más debía construir.
Tenía una manía: los ladrillos utilizados en su obra debían ser de la olería de
don Aguilar, el vecino de la Escuela Paso Pe. “Upepe gua ijapu´a porâ ve”, justificaba. No sé si don Aguilar le
pagaba alguna comisión que tampoco me importaba.
Don Agüi construía los hornos más redondos que jamás he
visto en mi vida. Altos, bajos, grandes o pequeños, todos le salía a la
perfección.
Un día quiso evangelizar en el trabajo al borracho de Chiripepé a quién por un tiempo lo tuvo
consigo, confiándole los arcanos de su oficio y parecía que, en los transcurrir
de los días, el ya legendario Chiripepé
se alejaría del alcohol y se convertiría en un excelente constructor de hornos
más su aprendizaje terminó abruptamente aquel día de cuándo, mamado, perdió
equilibrio y cayó sobre el horno a punto de terminar en la casa de un vecino,
en el barrio San Miguel, en pleno Lunes Santo, a las 5 de la tarde.
La preparación de la argamasa era otro de los secretos de
don Agüi. Dicen que ya muy anciano contó que debía añadir un puño de pombero rekaka por cada tres baldes de
arena y una de cal. Las setas debían ser de los bosques y no de las casas
porque estas no ayudaban a calentar el horno con menos leña y en menos tiempo. Así se decía, incluso después de mucho de
haber fallecido aquel buen hombre.
El personaje casi no cobraba por su trabajo, eso sí, de la
primera hornada le convidaba el dueño del flamante horno con unas cuantas
chipas, ryguasú ka´e y sopas. Es que
en aquellos tiempos casi no había circulantes en mi pueblo, una época muy dura
de hambrunas y levantamientos cuerteleros.
Si el sacerdote es requerido con fogosidad en la Semana
Santa, a don Agüi en los días previos a la Semana Santa; hombre lleno de buena
voluntad y el más sabio de su época en “tatacuacerías”
y él lo sabía por lo que se ufanaba andando por ahí.
Era un “tatacuacero
profesional” como él mismo se hacía llamar.
Quién le habrá enseñado en tan singular arte el tiempo se
encargó de esconderlo. Lo curioso de este compueblano era que se negaba
rotundamente a construir una hilada de pared; “upea che nda japokua´ai”, aclaraba honesto.
Sin embargo, un horno levantaba con paciencia y notable
rapidez así sea del tamaño que fuere. Desde la primera hilada va administrando
la curva ascendente hasta que, en la cima, con maestría daba el toque final a
la tarea en un par de horas.
La Semana Santa en mi pueblo era el tun – tun acompasado de
las moliendas del maíz en los morteros hogareños, el chillido salvaje del cerdo
faenado el Lunes Santo, el cernido del
maíz molido, el encendido de la fogata y, la presencia de aquí para allá de don
Agüi, el tatacuacero más formidable, querido
y respetado de la comarca.
Horno hecho con molde previo de arena húmeda (foto ilustración, Internet)
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