Detrás de la puerta, esto

Detrás de la puerta, esto
Procuro que mi blog sea agradable como lo es un buen vino para quién sepa de cepas; como un buen tabaco para aquellos que, como Hemingway, apreciaban un buen libro, un buen vino, un buen ron y un buen puro. Es todo mi intento para cuando abra esta puerta (Foto: Fotolia.com).

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sábado, 16 de julio de 2011

Pío Baroja

Soy uno de los nuevos lectores del español Pío Baroja. Le tomé el gusto por casualidad. Residiendo en el barrio Moratalaz de Madrid, me agradaba hacer largas caminatas por sus orillas, hacia donde está el Cementerio de la Almudena. Un día, entré a éste y pregunté en la administración si los restos de quiénes famosos se encuentran ahí, respondiendome un funcionario que uno de ellos pertenecían a Pío Baroja. Me indicaron por donde puedo llegar a su tumba y llegué. Luego, volvería al lugar y hasta llevé a algunos paraguayos que querían saben donde descansan sus restos.
Aprovechando la Feria de Libros de Otoño de 2006, sobre el Paseo de los Recoletos de aquella ciudad, compré mi primer libro de Baroja, "Las tragedias grotescas", editado, paradógicamente, en Buenos Aires cuando el escritor todavía vivía, en 1952. Claro, se trata de un libro usado que me costó tres euros.
Me quedé encantado con esa novela, especialmente porque me permitió sintonizar su onda, como dicen los jóvenes de hoy, respecto a los latinoamericanos en general y los sudamericanos, en particular.
Pío Baroja no era de simpatizar con los de nuestro continente, lo que no restó mi simpatía hacia su novela. Arranqué con el siguiente pasaje de "Las tragedias grotescas":
- Nosotros los americanos no comprendemos, ¿sabe?, que se pueda tener un rey - le decía a Yarza - Para nosotros es una prueba de inferioridad y de atraso.
- Un atraso del que participan los ingreses, los alemanes, los belgas - replicó Yarza con indiferencia, bebiendo una copa de Jerez.
- Es verdad.
- Pero yo no creo que el Paraguay valga más que Inglaterra, ni que los bolivianos sean superiores a los franceses o a los alemanes.
- Pués en ese sentido lo son; sí señor - contestó Gálvez exaltado.
- Es posible, yo no lo creo.
Baroja no era de andar con vueltas cuando de sudamericanos se trataba. Su postura me alentó a rebuscarme por más libros. Desde luego, en Madrid encontré unos cuantos títulos de los setenta y pico que llegó a producir.
En "Las noches de El Buen Retiro" exterioriza a través de Jaime Thierry, su alter ego, el desprecio que tenía al sudamericano. "Jaime se mostraba muy hostíl con los sudamericanos y tuvo con ellos grandes disputas. Thierry atacaba a los hispanoamericanos y les achacaba ser imitadores sin gracia, de una manera plana y vulgar, de todo lo parisiense; también le parecía insignificante el optimismo banal del joven yanqui", escribió.
Era de los que se daban el gusto de hablar mal de otros pero no toleraba que nadie lo hiciera contra España: "Para viajar se necesita educación, y viajando con españoles no se habla mal de España" escribió en "El árbol de la ciencia", mientras que en "Zalacaín el aventurero" va al cuerpo:
- "¡Más te valiera ir a la escuela! - le decía Catalina.
- ¿Yo a la escuela? - exclamaba Martín -. Yo me iré a América o me iré a la guerra".
Simpatizaba con pocos escritores de su época; el nicaragüense Rubén Darío no escapó a su cerbatana y expuso en "El gran torbellino del mundo":
"- Rubén Darío y sus discípulos - dijo Larrañaga.
- ¿Quién era Rubén Darío? Un poeta americano, ¿no es eso? - pregunta Pepita.
- Sí.
- ¿Y era negro?
- Espiritualmente un tanto negro.
- ¿A ti no te gusta?
- Sí, a veces sí; pero es un snob sin imaginación, con un talento puramente verbal. Es un poeta a la moda de hace 25 años ..."
Unas líneas antes leo:
"Había una gran exhibición de gente exótica, y la mayoría, fea: asiáticos pequeños, cabezones, con gorras de visera y tipos medionegros, mediochinos, con melenas y lentes, casi todos hablando francés.
- ¿De dónde saldrá esta gente tan fea? - preguntó Larrañaga.
- Serán de las colonias (América)
- Es un producto horrible".
Criticaba la manera de hablar de los sudamericanos; la entonación que daban a las letras, palabras y frases y despreciaba el "che" de los argentinos. En "La ciudad de la niebla" recuerda a un imaginario general Pompilio García, "que venía de una república de la América del Sur de donde había sido expulsado (...) que cuando se excitaba hablaba con grandes gestos y con un acento muy ridículo, rociando la frase con una lluvia de ¡ches!, dicho en todos los tonos (...). Con ellos comía una señora argentina y sus hijos, a quienes cuidaba una mulata. Lo más desagradable de estos americanos era que siempre estaban hablando alto, como para convencer a todo el mundo de la espiritualidad de sus conversaciones.
"Así nos enteramos de que el general don Pompilio no encontraba bastante arte en Londres; también nos enteramos de que no le convensía Velázquez, ni tampoco le convensía Goya, pero en cambio Carrière, ¿sabe?, le paresía admirable.
-¿Pero qué entenderá este animal? - decía mi padre indignado - : porque si se tratara de subir a los árboles o de la manera de comer guayaba, se le podría dejar opinar a este bárbaro".

Así y todo, repito, me agrada leer las novelas de quién fuera médico pero que prefirió dedicarse a las letras. A propósito, "El árbol de la ciencia", publicado en 1911, es la novela con la que él se identifica porque es "el libro más acabado y completo de todos los míos", según sus palabras y reproducidas por los sucesivos editores de sus obras.
En "El árbol de la ciencia" aplica sus conocimientos aprendidos en la Facultad de Medicina.
Habiendo nacido en 1872 en San Sebastián y, muriendo en Madrid en 1956, se inició en el mundo literario en 1900. No era muy aceptado en algunos círculos de escritores por lo que él, al mismo tiempo, hasta los ridiculizaba en sus obras. En "Las noches del Buen Retiro" se refleja su personalidad a través del personaje principal de la obra, Jaime Thierry a cuya cuenta carga truculentas historias de cuando fue periodista.
Fue Premio Cervantes y, como Jorge Luís Borges, nunca pudo alcanzar el Nobel de Literatura. Una antigua revista española, a propósito, publicó a mediados de 1950 un reportaje, con fotos, a Ernest Hemingway, Premio Nobel, visitando a "otro Premio Nobel", Baroja, en su lecho de enfermo, poco antes de fallecer.
Mediante sus obras conocí mejor a los españoles. Las puntillosas descripciones de lugares y personas, de costumbres y circunstancias varias me permitieron disfrutar intensamente de España y de los españoles. Algunos sitios y costumbres de la Península mencionados en sus novelas no han cambiado nada en cien años. Cuando se refiere en "Zalacaín el aventurero" a la Villa de Urbía "del último tercio del siglo XIX", me recuerda al pueblo llamado Oco, en las sierras de Ávila, donde pasé unas vacaciones de verano en el 2007.
Aquel escritor, bajito, el de la boina negra, me simpatizó desde el comienzo, así haya disparado contra el paraguayo. Al fin de cuentas, me dije, nosotros también, de vez en vez, nos despachamos contra los españoles sin qué ni para qué. Descubrí un gran escritor, cuya tumba volví a visitar en enero último cuando viajé por unos días a Madrid. Celebré saber que Alcibiádes González Delvalle y Tony Carmona han leído también algunas de sus novelas que, a propósito, casi no hay en nuestras librerías como, sí se exponen en las de Buenos Aires y, obviamente, de Madrid.
(Foto: Fotolia.com)
(Artículo publicado en el Sup. Cultural del diario Abc Color, el domingo 28 de agosto de 2011)

Mi papá y la Virgen del Carmen

Un día como hoy, el 16 de julio de 1954, la carreta tirada por una yunta de bueyes, cargada con el ataúd confeccionado por los vecinos, marchaba con rumbo al cementerio "Nuevo", más allá del barrio San Miguel, en Villarrica. Detrás, a pie, los familiares, amigos, vecinos marchaban acongojados.

En la caja mortuaria estaban los restos de Justo Pastor Martínez Sanchez, un hombre de 64 años de edad que murió en su ley, de cirrosis. Yo también formaba parte del cortejo fúnebre; iba en brazos de mi madre, en otro momento en los de mi hermana Julia y; lo mejor, sentado en la carreta, al lado del cajón.

Mis ojos de pequeño, tal vez (no recuerdo, todavía no cumplía dos años de edad) miraban, curiosos, los enrojecidos de las mujeres, sobre todo de esa de 39 años de edad, la viuda con seis hijos que tuvo con el marido, hoy muerto.

Sí, el muerto era mi padre.

Sus restos iban, seguro, bamboleandose en la caja rústica que bajo los árboles del vecindario, los de buen corazón lo dieron forma sin que lo pintaran, porque ya no había tiempo. Así nomás. El ataúd, por lo visto era un poco grande. Se sentía que el muerto iba de un lado para el otro, a medida que la carreta se inclinaba de izquierda a derecha por el accidente de los caminos de tierra.

Les decía que murió de cirrosis. Era una mañana, guardando cama, murió allí, mientras mamá estaba en el mercado. cuentan mis hermanos mayores que yo andaba dando mis primeros pasos (por lo visto fui un poco perezoso) y pronunciando mis primeras palabras. Aquella mañana dicen que yo procuraba pasarle a papá una caja de fósforos para que queme su cigarro, hasta que cerró definitivamente los ojos.

Dicen que él tenía a la Virgen del Carmen - hoy es su día - como abogada. Y cuenta la señora Celia, una apreciada maestra vecina, que un jazminero de la casa floreció completamente aquella mañana de la muerte de papá. Lo anoto como una coincidencia notable.

Pero siempre pienso que la Virgen del Carmen le tuvo que haber acompañado en su último viaje; pienso que Ella tuvo que haber abogado por él sobre todo para que el Papá Grande le perdone haber tomado tanta caña. De mi parte, lo perdoné siempre; lo necesité de pequeño, pero mi madre hizo de tripa corazón y me crió muy bien. De modo que, perdones, lo tuvo de mi parte y mis hermanos.

Gracias, papá; gracias Virgen del Carmen por cuidarle...
(foto: Fotolia.com)