Juan Luís Gauto, el apreciado Gautín, esperaba en una gomería, a la vuelta del diario Abc, que le cambiaran la rueda a su coche. Casualmente paso por allí y me fue muy grato encontrarlo. Para quienes no lo conocen, les diré que él es un economista que nunca ejerció su profesión porque, así como Pio Baroja, Gregorio Marañón, Luís Agote, Arthur Conan Doyle o Mijail Bolgakov que cambiaron la profesión de médico por la de escritor, aquel cambió por el periodismo.
Y, claro, el periodismo agradecido y los lectores también.
Ahora que ya presenté al colega a la gente que no le conoce, entro en tema.
En la breve charla me preguntó en qué ando, creyó que todavía yo estaba por España o Ciudad del Este. Le expliqué que no, que ando por Asunción y que llevo una vida menos tensa que de aquellos tiempos de la juventud y, sobre todo, de cuando llevaba sobre mis hombros algunas responsabilidades que no viene al caso comentar ahora.
Le dije que me entusiasma leer y escribir en mi biblioteca. Yo no sé si Juan Luís tiene el privilegio mío. No creo. Está todo el día, desde hace más de 30 años en la redacción del diario y desde hace un buen tiempo como jefe de Redacción. Vaya compromiso el de él.
No tengo la mejor biblioteca del mundo pero es la que me calza. Aquí tengo todos los libros que fui adquiriendo en Paraguay y el exterior a lo largo de los últimos 35 años. Empecé con tres libros que lo tenía sobre una mesa muy pequeña. Uno de los primeros fue "El hombre mediocre" de José Ingenieros.
Al despedirme de Gauto seguí pensando en lo agradable que resulta encontrarse con el libro de autores como Arturo Pérez-Reverte, José Saramago, Roa Bastos, Benito Pérez Galdós o; sumergirnos en la filosofía de Platón, con La República o releer "Hombres y pasiones" de Sindulfo Martínez, por mencionar unos cuantos formidables ocupantes de mi biblioteca.
Me apasiona revisar en esos días feriados o domingos, sin apuros, el contenido del Registro Oficial, esa colosal cantera de nuestra historia. Allí me encuentro con cada hecho, situaciones y hasta de absurdos que en su momento, a lo mejor, no era tal.
La biblioteca es un excelente refugio para protegerse contra la mediocridad externa. Un sillón, una buena música orquestada suavemente sonando y un libro extraído del anaquel más alto.
De la hemeroteca extraigo con relativa frecuencia aquellos casos curiosos que me hacen mucha gracia, incluso aquellos artículos que escribía en el diario en mi juventud. Ya son hojas muy sepiadas, algunas ya sin bordes, otras remendadas. El papel diario no aguanta mucho. Siempre ando diciendo que mis recortes de diarios los voy a encuadernar pero hasta ahora nada pasa.
Me agradaría seguir aprendiendo más, leyendo, claro. Cuentan, a propósito, que Adolfo Aponte poseía una de las bibliotecas más selectas y ricas de Paraguay; Natalicio González tuvo una con 25.000 volúmenes. De vez en vez los historiadores recuerdan que la de Elisa Alicia Lynch también era una gran biblioteca.
La mía - foto - es sencilla, con unos 1.500 volúmenes, sin bargueño ni casilleros. tiene estantes y puertas corredizas con vidrio. Me es útil como está; con una escalera alcanzo los más altos y a cada libro lo tengo en el lugar donde lo encontraré en la próxima.
Algunos de los libros que tengo en mi biblioteca no lo puedo leer, por ejemplo "Canaíma" de Rómulo Gallegos, que me han regalado en Caracas en 1981. Han pasado 30 años y no puedo avanzar más allá de la página 30 de dicha obra. Ya lo voy a terminar de leer alguna vez.
"Yo, el Supremo", de Roa Bastos, tampoco pude leer y tras varios intentos, como el que aprendió a fumar, le tomé la mano y resultó muy agradable. "Todos los nombres", de Saramago, está escrito en el mismo estilo que el de Roa Bastos en "Yo, el Supremo".
No, no presto mis libros. Pasa que todos mis libros tienen apuntes al margen y que vueltos a anotarlos en un archivo. Si presto un libro y en el momento en que salió de la biblioteca hago un trabajo que, justo, requiere de ese libro, paraliza mi actividad. A propósito, decía don Mario Benedetti en "Confesionario, Segunda parte", de Juan Ramón Iborra, que él escribía bastante rápido "si me dejan tranquilo". Yo también, pero necesito mis fuentes de consultas a mano.
Además es tonto aquel que presta libro y, doblemente, el que devuelve.
Un día encontré en Selecciones que leer tiene poder curativo. Leer, o saber, da paz. Me recuerdo el rostro lleno de paz y armonía de don Augusto Roa Bastos quién se hizo escritor leyendo en la biblioteca de su tío Hermenegildo Roa.
Tengo frente mío un libro de José Martí, "Ensayos y crónicas". Creo que hasta aquí les escribo, porque a esa obra la voy a llevar a leer tan siquiera unos minutos antes de descansar. Ya pasó medianoche...
Y, claro, el periodismo agradecido y los lectores también.
Ahora que ya presenté al colega a la gente que no le conoce, entro en tema.
En la breve charla me preguntó en qué ando, creyó que todavía yo estaba por España o Ciudad del Este. Le expliqué que no, que ando por Asunción y que llevo una vida menos tensa que de aquellos tiempos de la juventud y, sobre todo, de cuando llevaba sobre mis hombros algunas responsabilidades que no viene al caso comentar ahora.
Le dije que me entusiasma leer y escribir en mi biblioteca. Yo no sé si Juan Luís tiene el privilegio mío. No creo. Está todo el día, desde hace más de 30 años en la redacción del diario y desde hace un buen tiempo como jefe de Redacción. Vaya compromiso el de él.
No tengo la mejor biblioteca del mundo pero es la que me calza. Aquí tengo todos los libros que fui adquiriendo en Paraguay y el exterior a lo largo de los últimos 35 años. Empecé con tres libros que lo tenía sobre una mesa muy pequeña. Uno de los primeros fue "El hombre mediocre" de José Ingenieros.
Al despedirme de Gauto seguí pensando en lo agradable que resulta encontrarse con el libro de autores como Arturo Pérez-Reverte, José Saramago, Roa Bastos, Benito Pérez Galdós o; sumergirnos en la filosofía de Platón, con La República o releer "Hombres y pasiones" de Sindulfo Martínez, por mencionar unos cuantos formidables ocupantes de mi biblioteca.
Me apasiona revisar en esos días feriados o domingos, sin apuros, el contenido del Registro Oficial, esa colosal cantera de nuestra historia. Allí me encuentro con cada hecho, situaciones y hasta de absurdos que en su momento, a lo mejor, no era tal.
La biblioteca es un excelente refugio para protegerse contra la mediocridad externa. Un sillón, una buena música orquestada suavemente sonando y un libro extraído del anaquel más alto.
De la hemeroteca extraigo con relativa frecuencia aquellos casos curiosos que me hacen mucha gracia, incluso aquellos artículos que escribía en el diario en mi juventud. Ya son hojas muy sepiadas, algunas ya sin bordes, otras remendadas. El papel diario no aguanta mucho. Siempre ando diciendo que mis recortes de diarios los voy a encuadernar pero hasta ahora nada pasa.
Me agradaría seguir aprendiendo más, leyendo, claro. Cuentan, a propósito, que Adolfo Aponte poseía una de las bibliotecas más selectas y ricas de Paraguay; Natalicio González tuvo una con 25.000 volúmenes. De vez en vez los historiadores recuerdan que la de Elisa Alicia Lynch también era una gran biblioteca.
La mía - foto - es sencilla, con unos 1.500 volúmenes, sin bargueño ni casilleros. tiene estantes y puertas corredizas con vidrio. Me es útil como está; con una escalera alcanzo los más altos y a cada libro lo tengo en el lugar donde lo encontraré en la próxima.
Algunos de los libros que tengo en mi biblioteca no lo puedo leer, por ejemplo "Canaíma" de Rómulo Gallegos, que me han regalado en Caracas en 1981. Han pasado 30 años y no puedo avanzar más allá de la página 30 de dicha obra. Ya lo voy a terminar de leer alguna vez.
"Yo, el Supremo", de Roa Bastos, tampoco pude leer y tras varios intentos, como el que aprendió a fumar, le tomé la mano y resultó muy agradable. "Todos los nombres", de Saramago, está escrito en el mismo estilo que el de Roa Bastos en "Yo, el Supremo".
No, no presto mis libros. Pasa que todos mis libros tienen apuntes al margen y que vueltos a anotarlos en un archivo. Si presto un libro y en el momento en que salió de la biblioteca hago un trabajo que, justo, requiere de ese libro, paraliza mi actividad. A propósito, decía don Mario Benedetti en "Confesionario, Segunda parte", de Juan Ramón Iborra, que él escribía bastante rápido "si me dejan tranquilo". Yo también, pero necesito mis fuentes de consultas a mano.
Además es tonto aquel que presta libro y, doblemente, el que devuelve.
Un día encontré en Selecciones que leer tiene poder curativo. Leer, o saber, da paz. Me recuerdo el rostro lleno de paz y armonía de don Augusto Roa Bastos quién se hizo escritor leyendo en la biblioteca de su tío Hermenegildo Roa.
Tengo frente mío un libro de José Martí, "Ensayos y crónicas". Creo que hasta aquí les escribo, porque a esa obra la voy a llevar a leer tan siquiera unos minutos antes de descansar. Ya pasó medianoche...
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