Como si la prudencia lo abandonara intempestivamente. Su lasciva mirada pasea por el cuerpo de la trigueña como si nadie lo observara. Allí estaba ella tendida, boca bajo, en la arena de Valencia, tomando todo el sol posible en el nuevo verano mediterráneo. No se percata que el moreno lo miraba sin pudores por proteger.
Instaló su sombrilla a pocos metros de la mujer, cuya biquini dorada, resaltaba aún más la tersura de su piel. El hombre, un panzón, de mediana estatura, bermudas verdes y camiseta blanca y roja a rayas verticales, extendió el quitasol, con el logotipo de una empresa de comunicaciones de su país; extrajo una toalla azul, la extendió en la arena, y se tiro sobre ella.
La colilla de su cigarrillo tiró a un par de metros de él. También la goma de mascar que, al minuto, la pisó una señora gorda de pronunciados michelines y de traje de baño enterizo negro.
El hombre se acomodó para continuar leyendo a partir de la página 27 de su libro “El amante lesbiano”, pero no podía concentrarse en la lectura. La de amarillo lo tenía aturdido.
Garraspeó una, dos veces intentando hacerse sentir ante la mujer de amarillo. Pero nada.
Las dos jóvenes violentaron su pulso.
- ¿Eso es de verdad? - se preguntó mientras separaba el anteojo de sol de sus ojos.
Eran dos mujeres de unos 20 y pico de años, rubia, una; trigueña, la otra, que charlaban animadamente mientras paseaban al lado del mar.
Ellas caminaban sin corpiños con los pechos al aire.
El hombre sintió como cien caballos galoparan en sus entrañas y que su sangre se concentraba en las cercanías de su ingle. Sintió afiebradas sensaciones que le hacen manejar por instintos.
Interin la de dorado se puso boca arriba para dejar también sus senos a expensas del sol.
- ¡Choore!, ¡esto jamás vi en Paraguay! - exclamó completamente descontrolado. - ¡Mamita, tesoro sos mi encanto, te voy a dar todo lo que me pedís y …!
- ¿Pasa algo? - escuchó preguntar a sus espaldas.
Eran dos hombres vestidos de azul, policías.
- ¿Me permite su DNI? (documento de identidad español), solicitó uno de ellos. Le extendió su pasaporte azúl.
- Usted tiene vencido el plazo para permanecer en este país. Acompáñenos, por favor ….
Instaló su sombrilla a pocos metros de la mujer, cuya biquini dorada, resaltaba aún más la tersura de su piel. El hombre, un panzón, de mediana estatura, bermudas verdes y camiseta blanca y roja a rayas verticales, extendió el quitasol, con el logotipo de una empresa de comunicaciones de su país; extrajo una toalla azul, la extendió en la arena, y se tiro sobre ella.
La colilla de su cigarrillo tiró a un par de metros de él. También la goma de mascar que, al minuto, la pisó una señora gorda de pronunciados michelines y de traje de baño enterizo negro.
El hombre se acomodó para continuar leyendo a partir de la página 27 de su libro “El amante lesbiano”, pero no podía concentrarse en la lectura. La de amarillo lo tenía aturdido.
Garraspeó una, dos veces intentando hacerse sentir ante la mujer de amarillo. Pero nada.
Las dos jóvenes violentaron su pulso.
- ¿Eso es de verdad? - se preguntó mientras separaba el anteojo de sol de sus ojos.
Eran dos mujeres de unos 20 y pico de años, rubia, una; trigueña, la otra, que charlaban animadamente mientras paseaban al lado del mar.
Ellas caminaban sin corpiños con los pechos al aire.
El hombre sintió como cien caballos galoparan en sus entrañas y que su sangre se concentraba en las cercanías de su ingle. Sintió afiebradas sensaciones que le hacen manejar por instintos.
Interin la de dorado se puso boca arriba para dejar también sus senos a expensas del sol.
- ¡Choore!, ¡esto jamás vi en Paraguay! - exclamó completamente descontrolado. - ¡Mamita, tesoro sos mi encanto, te voy a dar todo lo que me pedís y …!
- ¿Pasa algo? - escuchó preguntar a sus espaldas.
Eran dos hombres vestidos de azul, policías.
- ¿Me permite su DNI? (documento de identidad español), solicitó uno de ellos. Le extendió su pasaporte azúl.
- Usted tiene vencido el plazo para permanecer en este país. Acompáñenos, por favor ….
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