Una tormenta estaba a punto de llegar en
Cerrito, donde estuve. Era de tardecita y el temporal estaba a minutos. Me escapé de ahí. Crucé el desierto en un guapo cochecito japonés.
Me salvé por un pelo.
Si la lluvia me alcanzaba, me hubiera quedado en pleno desierto, porque cuando llueve hay esterales imposibles de cruzar, como el de la foto.
A lo mejor a mi nomás me interesa lo que me pasó en ese
desértico tramo de 120 kilómetros entre Pilar y Cerrito, Ñeembucú, y por eso les
escribo el caso. Para entender esta suerte de tragedia pónganse en mi lugar
manejando un coche pequeñito, como el mío, entre arenales con profundas
huellas, con la tormenta pisándole los talones cuando la noche empezaba en esas
soledades del sur.
El domingo 16 de diciembre estuve en Cerrito, Ñeembucú, por
estas cuestiones electorales y donde fui designado apoderado general
departamental. A las 17.00 empezamos a contar los votos y nos iba bien hasta
que, como a las 19.00, salgo a la calle y veo que el tiempo estaba oscuro hacia
el sur animado por permanentes relámpagos.
La tarde daba paso a la noche y yo, atrapado, en aquellas
soledades de la república.
Para continuar les quiero decir que Cerrito está al sur de
Pilar. Mientras esta ciudad está sobre el Río Paraguay, Cerrito se encuentra
sobre el Paraná. El camino desde el pueblo intermedio, Villalbín, hasta Cerrito
es de puro arenal con profundas huellas que si el vehículo pancea capaz que
tenga para horas paleando para desestancarlo.
Este desierto fue escenario de la Guerra Grande: Curupayty,
Estero Bellaco, etc. son enormidades donde la reina es la soledad y que, por
desgracia, uno se queda por ahí – y de noche, como si todo fuera nada – nadie
garantiza nada a favor de quién es atrapado.
El autito Toyota con el que crucé el desierto de Ñeembucú, con la tormenta pisándome los talones en plena noche. La foto fue tomada a orillas del Paraná en Cerrito.
Tomo y retomo, he´i Calé: Me percato que la punta de la
tormenta está ahí nomás por lo que me apresuro y arranco el coche y vengo a
todo dar. En ciertos tramos, apenas dos huellas en la arena, alcé hasta 110
kilómetros por hora. Fui pasando en algunos lugares panceando; algunos puentes
de apenas dos tablones pasé como una exhalación, pudiendo haber terminado en
algún arroyo. El autito, un Toyotita, volaba.
Me ayudaba los buenos faros, el freno en buen estado, las
buenas cubiertas, la potencia del motor así como la versatilidad de la máquina.
Relampagueaba a mi izquierda y a mi espalda; el viento
soplaba fuerte y yo corriendo en este territorio donde solo había arenas y
montes bajos. Le Dije al Espíritu Santo que él dependía que yo escapara de la
tormenta. Si llovía el autotito no podría aguantar algunos lugares con lodo,
pocos, pero decisivos para la marcha.
La tormenta de arena golpeaba el parabrisa y la chapería a
mi izquierda. En el tablero me fijo en la temperatura del motor, bien; no había
ni una luz roja prendida, me tranquilizaba que el vehículo respondía. En
ciertos tramos no veía las huellas por la tormenta de arena.
Fueron sesenta kilómetros de locura a velocidades no
recomendables para esos lugares y en un auto chiquito. En Villalbín el viento
se calmó pero quedé allí en una posada, cuya dueña me miraba extrañada porque
mi rostro tuvo que haber demostrado el julepe que me pegué. Quizás esos 60
kilómetros de peligros lo hice en unos 50 minutos.
Quedé en la posada del pueblo olvidado y el temporal pasó.
Ahí dormí y al amanecer arranqué el auto, sentí el motor que marchaba perfecto;
me despedí del sitio y tomó rumbo a Pilar y de ahí a Asunción. Todas las
tormentas asustan cuando uno está en el volante de un vehículo, pero cuando a
uno le toma en pleno desierto es otro cantar, por eso les quería contar lo que
me pasó.
Un pueblito, entre Pilar y Villalbín, abandonado a su suerte. La foto tomé al día siguiente de la tormenta que no me alcanzó, aún así pernocté en Villalbín.
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