A poco de quedar viuda con seis hijos pequeños, en 1954, mi madre viajaba desde Villarrica, donde vivíamos, hasta Buena Vista, Caazapá, donde estaban sus padres, mis abuelos. Mientras en la ciudad de Ortíz Guerrero había escasez (continuaría hasta los primeros años de la década de 1960), en la casa de mis abuelos Valentín (foto) y Dolores había abundancia.
Mi madre siendo una mujer de armas tomar, capaz de extraer agua de las piedras, no podía hacer frente a sus compromisos de mamá en medio de la miseria urbana.
Mis abuelos, en cambio, tenían un poco de todo para pasarlo sin angustias.
Recuerdo aquella abundancia de los Cuevas Duarte en Buena Vista: las vacas lecheras ordeñadas por la tía Gerarda; el enorme jarro de lata con la que nos servía la leche recién sacada de las abultadas ubres de la vaca criolla; las sandías y los melones que a la media mañana de aquellos calurosos diciembres caazapeños, que ayudábamos a arrancar, tan pesados y enormes para nuestras manos de niños, y llevarlos hasta la carreta tirada por, “Estrella” y “Lente”, los bueyes del tío Melitón.
Jamás olvidaré la enorme “pelota” del “vacapí” en el cual había siempre abundante miel de caña para tomarlo hasta que los dientes se oscurezcan (y para la delicia de nuestras lombrices), acompañado con el maní, que por toneladas había en el depósito, una pieza con paredes de tablas, aserradas por mi abuelo.
Recuerdo el aroma del queso preparado por la abuela Dolores; ¡qué placer ese instante del postre cuando lo mezclaba con la miel producida en la casa! Ella preparaba queso todas las semanas para añadir al poroto de los lunes, a la tortilla de todas las noches, para el “avío” de mamá, para cuando retorne a Villarrica y, para venderla en el boliche del pueblo.
Acompañaba a mi madre a esos viajes de emergencia a Buena Vista. Íbamos con poco, volvíamos con mucho, muchísimo. Carnes secas de bovinos, almidón, naranjas, sandías, melones, mandioca, maíz, queso, miel de caña y miel de abeja, huevos gallinas, carne de cerdo. Cuando volvíamos a Villarrica había alimento en casa para dos o tres meses.
La chacra de mis abuelos han dado de comer a decenas de nietos, por años.
Con el tiempo me percataría que la chacra de Valentín y Dolores no eran más grandes que de 8 hectáreas, donde tenía de todo y para todos, hasta para los vecinos que pedían y a quienes regalaba con generosidad inagotable.
Había siempre abundancia en la casa porque trabajaban con las herramientas que la naturaleza les daba: tierra, agua, sol, lluvia, frío. El resto estaba en su carreta, en su arado apenas de mancera, sus bueyes de tiro, en sus galpones para almacenar las cosechas, en la buena voluntad de ambos.
¡Qué delicia aquellas mazamorras, mandiocas fritas, la leche caliente con coco molido, el cocido con leche con chipá de la tarde, el guiso de los martes, el batido de huevo (el “ponche”) con canela y azúcar, el asado a la olla de los jueves, el asado al fuego, hecho por abuelo, de los domingos!
¡Cómo daba gusto en su casa!, aunque no haya habido ni agua corriente, ni luz eléctrica, ni transportes automotores, ni teléfono, ni tele, apenas las radios “Encarnación“, “Posadas” y “El Mundo” de Buenos Aires, que escuchábamos en su radio a acumulador y con antena bipolo.
Digo yo que uno es pobre si quiere ser pobre. Pasamos hambre porque somos masoquistas. En Paraguay no puede haber hambre como hay ahora si volvemos a entender que debemos sacar provecho a lo que tenemos y no de lo que no tenemos. Ahí está la tierra, el agua en abundancia, el benigno clima como para hacer en tres o cuatro hectáreas la producción de alimentos. Que tanto necesitamos ahora.
En menos de un año Paraguay puede volver a ser un país satisfecho, con abundancia de alimentos para su población si, al menos, 100.000 paraguayos vuelven a ponerse al frente de una pequeña granja. Podemos volver al bienestar si ponemos por delante la buena voluntad como lo han puesto Valentín y Dolores, mis abuelos como los paraguayos de otros tiempos.
Mis abuelos, en cambio, tenían un poco de todo para pasarlo sin angustias.
Recuerdo aquella abundancia de los Cuevas Duarte en Buena Vista: las vacas lecheras ordeñadas por la tía Gerarda; el enorme jarro de lata con la que nos servía la leche recién sacada de las abultadas ubres de la vaca criolla; las sandías y los melones que a la media mañana de aquellos calurosos diciembres caazapeños, que ayudábamos a arrancar, tan pesados y enormes para nuestras manos de niños, y llevarlos hasta la carreta tirada por, “Estrella” y “Lente”, los bueyes del tío Melitón.
Jamás olvidaré la enorme “pelota” del “vacapí” en el cual había siempre abundante miel de caña para tomarlo hasta que los dientes se oscurezcan (y para la delicia de nuestras lombrices), acompañado con el maní, que por toneladas había en el depósito, una pieza con paredes de tablas, aserradas por mi abuelo.
Recuerdo el aroma del queso preparado por la abuela Dolores; ¡qué placer ese instante del postre cuando lo mezclaba con la miel producida en la casa! Ella preparaba queso todas las semanas para añadir al poroto de los lunes, a la tortilla de todas las noches, para el “avío” de mamá, para cuando retorne a Villarrica y, para venderla en el boliche del pueblo.
Acompañaba a mi madre a esos viajes de emergencia a Buena Vista. Íbamos con poco, volvíamos con mucho, muchísimo. Carnes secas de bovinos, almidón, naranjas, sandías, melones, mandioca, maíz, queso, miel de caña y miel de abeja, huevos gallinas, carne de cerdo. Cuando volvíamos a Villarrica había alimento en casa para dos o tres meses.
La chacra de mis abuelos han dado de comer a decenas de nietos, por años.
Con el tiempo me percataría que la chacra de Valentín y Dolores no eran más grandes que de 8 hectáreas, donde tenía de todo y para todos, hasta para los vecinos que pedían y a quienes regalaba con generosidad inagotable.
Había siempre abundancia en la casa porque trabajaban con las herramientas que la naturaleza les daba: tierra, agua, sol, lluvia, frío. El resto estaba en su carreta, en su arado apenas de mancera, sus bueyes de tiro, en sus galpones para almacenar las cosechas, en la buena voluntad de ambos.
¡Qué delicia aquellas mazamorras, mandiocas fritas, la leche caliente con coco molido, el cocido con leche con chipá de la tarde, el guiso de los martes, el batido de huevo (el “ponche”) con canela y azúcar, el asado a la olla de los jueves, el asado al fuego, hecho por abuelo, de los domingos!
¡Cómo daba gusto en su casa!, aunque no haya habido ni agua corriente, ni luz eléctrica, ni transportes automotores, ni teléfono, ni tele, apenas las radios “Encarnación“, “Posadas” y “El Mundo” de Buenos Aires, que escuchábamos en su radio a acumulador y con antena bipolo.
Digo yo que uno es pobre si quiere ser pobre. Pasamos hambre porque somos masoquistas. En Paraguay no puede haber hambre como hay ahora si volvemos a entender que debemos sacar provecho a lo que tenemos y no de lo que no tenemos. Ahí está la tierra, el agua en abundancia, el benigno clima como para hacer en tres o cuatro hectáreas la producción de alimentos. Que tanto necesitamos ahora.
En menos de un año Paraguay puede volver a ser un país satisfecho, con abundancia de alimentos para su población si, al menos, 100.000 paraguayos vuelven a ponerse al frente de una pequeña granja. Podemos volver al bienestar si ponemos por delante la buena voluntad como lo han puesto Valentín y Dolores, mis abuelos como los paraguayos de otros tiempos.
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